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Y así diciendo se disponía a entrar en las
otras habitaciones. Entonces don Bosco, con acento
tranquilo pero enérgico, dijo:
-Señor, le digo que no está; y, aunque
estuviese, usted no tendría derecho para entrar en
casa ajena. Esta es mi casa y aquí mando yo.
Márchese, pues, adonde usted guste, o de otro
modo, habrá quien le haga salir de aquí.
-Pues bien, iré a la policía, dijo el padre con
más rabia, y lo arrancaré de las garras de los
curas.
-Sí, vaya usted a la policía, añadió don Bosco;
pero sepa que también yo iré y sabré poner de
relieve sus virtudes y milagros, y, si hay todavía
en este mundo leyes y tribunales, usted tendrá que
sufrir todo su rigor.
Ante la entereza de don Bosco, los dos, que no
tenían la conciencia muy limpia, se marcharon en
silencio y no se dejaron ver más.
Qué fue de aquel muchacho?
Al marcharse sus dos perseguidores, don Bosco,
con su madre, José Buzzetti y otros jóvenes que
habían retardado la vuelta a su casa, se acercó al
moral, llamó por su nombre al muchacho invitándole
a bajar; pero en vano, el pobrecito no daba señal
de vida. Miraron con atención y a la claridad de
la luna le vieron inmóvil abrazado a unas ramas.
Don Bosco repitió con más fuerza:
-Baja, amiguito, no tengas miedo, ya no hay
nadie, y aunque volvieran, te defenderemos a toda
costa.
Como si hablara al viento. Entonces un
escalofrío corrió por las venas de todos, temiendo
le hubiera sucedido cualquier desgracia. Hizo don
Bosco que trajeran una escalera. Con el corazón
palpitante subió al árbol, se le acercó, y le
encontró como aterido y sin sentido.
Con la debida precaución lo tocó, lo sacudió,
lo ((**It2.573**)) llamó,
y entonces el muchacho, como despertando de un mal
sueño, creído que era su padre, se puso a chillar
con furia: mordía y se revolvía con tal fuerza,
que poco faltó para que rodaran los dos abajo.
Tuvo don Bosco que agarrarse con un brazo a una
rama y estrechar con el otro al pobre muchacho
mientras repetía:
-No tengas miedo, amiguito, soy don Bosco; no
ves mi sotana? Mírame a la cara, cálmate; no me
muerdas que me haces daño.
Por fin, tanto hizo y tanto dijo, que logró
volviera en sí y se calmara. Ya dueño de sí, dio
el muchacho un hondo suspiro y, después, ayudado
por don Bosco, bajó del árbol, que con razón podía
llamarse el árbol de la vida. Lo llevó a la
cocina. Mamá Margarita, con el corazón en un
puño, le arrimó al fuego, le preparó un buen caldo
y
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