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La bondad de don Bosco obtuvo finalmente que el
muchacho asistiera, siempre que podía, a las
funciones religiosas de la mañana y de la tarde.
En pocas semanas el golfillo cambió de ideas y
costumbres. Cuando vio don Bosco que ya le tenía
afecto y confianza aprovechó uno de aquellos
momentos oportunos, que él sabía adivinar tan
bien, le llamó aparte, y, paseando con él, le dijo
cariñosamente:
-Ven un día a buscarme allá en el coro. íYa
sabes, junto al confesonario! Te diré cosas que te
gustarán. Irás? íDíme que sí! Irás de veras?
-íSí que iré!, respondió el muchacho con
decisión.
Efectivamente, una vez bien instruido, no tardó
en hacer su primera confesión y su primera
comunión.
Escenas similares se repitieron muchas veces en
aquellos tiempos y en años sucesivos. Don Bosco
vencía con su prudencia y su paciente caridad los
corazones más reacios y duros, los ponía en gracia
de Dios y los hacía felices. Pero lo que más
admira es la heroica firmeza de algunos de
aquellos muchachos convertidos, para mantenerse
constantes en el bien.
El padre de este muchacho tenía un taller de
escultura. Era un hombre ímpio e irreligioso y
había dejado vivir a su hijo a sus anchas,
escandalizándole con palabras indecorosas y
blasfemas y obligándole con frecuencia a trabajar
los domingos por la mañana. ((**It2.569**)) Estaba
acostumbrado a irse a la taberna después de comer
hasta muy avanzada la noche y no se había dado
cuenta del cambio de conducta de su hijo. El
muchacho no se atrevía a manifestarle que había
hecho la primera comunión, pero algunos muchachos
del vecindario le hablaron de sus asiduidad al
Oratorio. Al enterarse de ello, el padre se
enfureció y le dijo:
-íAy de ti, si vuelves a poner los pies allí!
Yo no quiero nada con esos curas: te lo prohíbo
absolutamente.
El hijo, que sabía hasta dónde era capaz de
llegar la violencia de su padre, respondió
atemorizado:
-Pero, padre: qué quiere usted que haga los
domingos? Me aburro en casa. En el Oratorio nos
divertimos y pasamos el día muy alegres.
-Te digo que no quiero, interrumpió aquél. Y
basta, ípor...!
Y soltó una blasfemia.
-Bueno, obecederé: respondió el pobre chico,
que habiendo resuelto no juntarse más con sus
antiguos compañeros, se veía obligado a estar
solo.
(**Es2.426**))
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