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CAPITULO LIX
COMO MOSCAS A LA MIEL - UN PADRE IRRELIGIOSO - EL
ARBOL DE LA VIDA
SI se pudieran enumerar los favores espirituales y
materiales dispensados por don Bosco en aquellos
años a cada uno de los muchachos que le rodeaban y
conocer las conmovedoras historias que a ello se
refieren, se vería cuán grande fue la bondad del
Señor al instituir el Oratorio de San Francisco de
Sales. El desarrollo de nuestra narración no
puede dar una idea completa de ello, pero sí lo
suficiente para entrever las maravillas que
permanecen ocultas. He aquí una prueba de nuestra
afirmación.
Ante el portón de entrada a la finca de casa
Pinardi, y precisamente en la mitad del espacio
sobre el que hoy se levanta el coro de la iglesia
de María Auxiliadora, extendía sus ramas un grueso
moral. Don Bosco contemplaba este árbol con la
misma reverencia con que los antiguos patriarcas
miraban la encina de Mambré. Solía llamarlo el
árbol de la vida en razón de diversos y gratos
sucesos que se desenvolvieron a la sombra de sus
ramas, pero especialmente por dos hechos, uno de
los cuales sucedió aquel año de 1846 y el otro
poco tiempo después. Exponemos a continuación el
primero, de acuerdo con la relación que nos
transmitió un antiguo alumno y que José Buzzetti
nos confirmó después.
((**It2.565**)) Era un
domingo; los muchachos del Oratorio festivo
jugaban en el patio. Paseaba don Bosco junto a la
tapia, conversando con el teólogo Borel, y
vigilaba los juegos. En esto que, tres chicuelos
que correteaban por los prados vecinos, al oír
tanto griterío por aquel sitio, se detuvieron y
dijeron:
-íVamos a ver qué pasa ahí dentro!
-Sí, sí, exclamó el más atrevido; sostenedme y
empujadme arriba, yo me encaramo a la tapia y os
diré qué es lo que se ve.
(**Es2.423**))
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