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cuarto, que llegó a ser erudito escritor, diputado
en el Parlamento, hermano de un querido amigo
nuestro que se hizo salesiano y murió santamente,
después de haber edificado a la familia, a la
sociedad y a nuestra Congregación con sus
esclarecidas virtudes.
Cuando estos jóvenes se presentaron a don
Bosco, él les dijo la razón de su llamada, les
explicó cómo había que enseñar el catecismo, el
bien que iban a hacer y ellos aceptaron ir a
Valdocco. Picca y Pellegrini fueron asiduos
durante mucho tiempo en este santo quehacer.
Anzino acudió durante un año largo; los otros se
cansaron pronto y se retiraron; pero no se cansó
don Bosco de dar vueltas por las escuelas y
conquistar nuevos apóstoles que suplieran a los
desertores.
Al mismo tiempo se dedicó a organizar las
clases, que no habían podido progresar hasta
entonces por la vida nómada y errante del Oratorio
y la larga enfermedad de su Director. Al
principio, por falta de local, dos clases se
reunían en la cocina y en la habitación de don
Bosco; otra, en la sacristía; otra, en el coro y
varias, en la misma capilla. Se comprende que
estos lugares se prestaba poco para el caso. Los
alumnos, lo más traviesos que pueda imaginarse,
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rompían o lo desordenaban, y las voces e idas y
venidas de los unos estorbaban la labor de los
otros. Pero no era posible arreglarlo de otro
modo. Mamá Margarita se vio obligada a trasladar
sus labores de costura de la cocina al cuartucho
encima de la escalera. Es fácil imaginar la
paciencia heroica de la buena mujer en medio de
tanto jaleo.
Algunos meses después, don Bosco pudo disponer
de otras habitaciones de la planta baja, que según
lo estipulado, había abandonado Pancracio Soave, y
trasladó a ellas algunas clases. Dividió y
subdividió éstas, de acuerdo con la mayor o menor
instrucción de los muchachos, para así lograr más
fácilmente el exacto desarrollo de los programas,
proporcionar una enseñanza graduada y provechosa,
y poder atender a los alumnos, que subieron hasta
trescientos. Para alcanzar de sus discípulos un
resultado más rápido y eficaz, seguía don Bosco el
siguiente método: un domingo les hacía repetir una
y otra vez el alfabeto y luego silabear; después
ponía en sus manos el epítone del Catecismo de la
Diócesis y les hacía ejercitarse en él hasta
lograr que leyeran una o dos de las primeras
preguntas y respuestas, que a continuación se las
asignaba como lección a estudiar durante la
semana. Al domingo siguiente se repetía la misma
lección, les añadía otras preguntas y respuestas,
y así sucesivamente. De este modo, al cabo de
pocas semanas, logró que algunos leyeran
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