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molestos y desvergonzados vecinos y a los que por
allí merodeaban: más aún por cuanto, a causa de
contratos anteriores con Soave, no pudo liberarse
de algunos que se convirtieron en inquilinos suyos
hasta algún tiempo después de haber comprado la
casa. Los domingos, por aquellos alrededores, era
un incesante ir y venir de chusma descarada que
soltaba frases vulgares, voceaba disparates
groseros y se llamaban los unos a los otros con
epítetos propios de su baja ralea. Son fáciles de
imaginar los
peligros y fastidios para los muchachos del
Oratorio. Más de una vez, al llegar la hora del
catecismo o de la plática, se plantaba a la puerta
de la iglesia alguno o algunos de aquella pobre
gente, riendo groseramente, repitiendo vulgares
bufonadas y a veces, hasta desafiando y
amenazando. Don Bosco sabía alejarlos algunas
veces ((**It2.542**)) con
paciencia y por las buenas y otras, prudentemente,
con aire resuelto.
Un domingo por la tarde entró en la capilla un
oficial del ejército con cierta pelandusca, se
sentó y casi puso sobre sus rodillas a aquella
desvergonzada. Se celebraba una función religiosa
y la capilla estaba atestada de chiquillos, que
quedaron asombrados por la desvergüenza de aquel
militar. Acercósele don Bosco con el rostro
encendido y tomando a aquella desgraciada por un
brazo, la sacó tres o cuatro pasos fuera del
umbral. El oficial furioso echó mano a la
empuñadura del espadín para
desenvainarlo, pero don Bosco le agarró con la
suya apretándosela como entre unas mordazas, de
suerte que no podía soltarse.
El oficial miraba con ojos centelleantes de
rabia a don Bosco, el cual también le miraba, pero
tranquilo e impertérrito. Los dos callaban. El
oficial se mordía los labios por el vivo dolor que
le producía el apretón y, al ver que don Bosco no
le soltaba:
-íBasta ya!, gritó.
-Sí, basta ya, replicó don Bosco; si yo
quisiera, haría que le quitaran ese espadín que
usted deshonra con su conducta.
Ante la inesperada amenaza, el oficial calmó su
furia, pensó en lo que podía sobrevenirle y dijo
humildemente:
-íPerdone!
Don Bosco le soltó y sin añadir palabra le
señaló la puerta, diciendo:
-íSalga!
El oficial se apresuró a salir con la cabeza
gacha.
A más de estos disgustos, le ocasionaban otros
algunos mozalbetes de la peor ralea, que se daban
cita para sus fechorías en los campos sin cultivo
de los alrededores. Allí se jugaban
apasionadamente
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