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algunas botellas de vino, algo de pan, pastas,
arroz y manteca; pero todo se acabó muy pronto.
Aunque ambos, madre e hijo, habían puesto su
confianza en los graneros y en los tesoros de la
divina Providencia, no dejaron por eso de poner de
su parte lo que podían, para no obligarla tan
pronto a dar paso a los milagros.
-Hagamos lo que podamos, exclamaba don Bosco, y
el Padre de las misericordias añadirá lo que
falte.
Y así, de acuerdo con su madre, pensó y
determinó vender algunas tierras y viñas que
poseían en el pueblo. Y como esto no bastara, su
madre hizo que le enviasen su ajuar de boda, que
había guardado hasta entonces cuidadosamente
intacto: vestidos, anillo, zarcillos, collares.
Una vez en su poder, vendió parte y el resto lo
empleó para confeccionar ornamentos para la
capilla del Oratorio, que era paupérrima. Algunas
de sus ropas sirvieron para casullas; con la ropa
blanca se hicieron albas, roquetes, purificadores
y manteles para el altar. Todo pasó por las manos
de la señora Margarita Gastaldi, que ya entonces
ayudaba a cubrir las necesidades del Oratorio. Lo
que se sacó de la venta del collar, se empleó en
la compra de galones y adornos para los ornamentos
sagrados.
Aunque la buena mujer estaba desapegada de las
cosas del mundo, con todo, el desprenderse de
aquellos preciosos recuerdos le costó ((**It2.535**)) su
amargura. Un día, hablando de ello, le oímos
decir: <>. Así practicaba ella la sentencia tan
familiar en los labios de su digno hijo: Cuando
se trata de servir a un padre tan bueno como Dios,
hay que estar dispuestos a sacrificarlo todo.
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