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el insecto que su madre
fue muy lejos a buscar,
así tu vuelta, buen Padre,
no cesamos de esperar.
Gracias mil a Dios rendimos,
que nos vuelve con salud
al buen Padre, al hombre santo,
al modelo de virtud.
No poseemos otro recuerdo de esta fiesta, ni de
lo que dijo don Bosco a sus muchachos. Pero no
andaremos muy fuera de camino si suponemos que
repitió lo que tan profundamente sentía en su
corazón y que siempre manifestó en sus obras, esto
es: que estaba pronto a sufrir por ello trabajos,
privaciones, desprecios de toda clase, con la
esperanza del premio eterno por haber logrado
salvarlos a todos.
Así, pues, aquel domingo, 8 de noviembre de
1845, volvía don Bosco a emprender sus funciones
festivas, que se celebraban más o menos
regularmente como en las parroquias. Varias veces
a la semana invitaba a los mayorcitos y más
atrasados a ((**It2.532**)) ir a su
casa, cuando les resultara más cómodo, y pasaba
con ellos horas enteras instruyéndoles en las
verdades de la fe. Perseveró varios años en tan
fatigoso trabajo. Con frecuencia exhortaba a
todos a confesarse, pues consideraba este
sacramento como el cimiento principal de su
sistema de reforma y preservación moral y se
esforzaba por hacerles comprender la necesidad de
mantener la conciencia limpia de pecado. Infundía
en sus oyentes un vivo horror al pecado, porque
cuando hablaba del infierno, él mismo se mostraba
aterrorizado al exponer las penas externas. Por
eso le escuchaban con atención y seguían sus
insinuaciones. íCuántos, a punto de cometer el
primer hurto, de dar los primeros pasos por la
pendiente del vicio, fueron detenidos por él,
corregidos, ayudados, asistidos! Habían puesto
toda su confianza en don Bosco, porque estaban
convencidos de que les quería de veras.
El profesor Francisco Maranzana, testigo de su
infancia y durante largos años de las maravillas
obradas por don Bosco, escribía en 1893: <(**Es2.398**))
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