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del altar y de la sacristía y hasta el órgano que
había tocado sólo sin organista. Y algunos, al
encontrarse con don Bosco, no dudaban en burlarse
de él, tachándole de hipócrita. Pero don Bosco,
siempre tranquilo, callaba hasta escampar el
chaparrón de aquel indiscreto celo, o bien exponía
sus razones en pocas palabras a quien quería
escucharle. Era siempre el mismo, frente a la
alabanza o frente al reproche, ante el aplauso o
ante el desprecio, sabía disimular la mordacidad
ajena, o trataba de excusarla. <>1.
En esto se reconocía al verdadero discípulo de
Jesús. La mortificación interna y externa fue su
cotidiano hacer. Un dia hablaba con su párroco,
el teólogo Cinzano, sobre las amarguras que
frecuentemente entristecen a las almas justas
deseosas de perfección. En el curso del diálogo
llegaron a la mortificación cristiana,
representada en el Evangelio por la cruz; hacían
resaltar cómo en la cruz está principalmente
nuestro yo, nuestras pasiones, el afán de vencer
las malas inclinaciones de nuestra naturaleza y el
necesario sufrimiento para triunfar en estas
luchas espirituales. Don Bosco, que sabía de
memoria y había meditado todo el Nuevo Testamento,
concluyó: <((**It2.511**)) Al
llegar a este punto, le interrumpió el teólogo
Cinzano:
-<>.
Y don Bosco añadió:
-<>.
El buen párroco, que era muy versado en las
ciencias sagradas, no se había fijado en este
versículo, y hablando después con los amigos,
ponía de relieve el estudio minucioso que don
Bosco había hecho de las Sagradas Escrituras y
cómo cumplía sus preceptos y consejos,
especialmente sobreponiéndose a su temperamento
fogoso y sensibilísimo. Don Cinzano repitió
muchas veces este magnífico testimonio de su
querido alumno.
1 I Cor. XIII, 7.
(**Es2.382**))
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