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para amueblar la paupérrima habitación. Don
Bosio, compañero de seminario muy amigo de don
Bosco, elegido por la Marquesa para capellán del
Hospitalillo, no tardó en ocupar el cargo.
Entretanto, el Oratorio no andaba sin jefe: el
teólogo Borel había tomado la dirección, apenas
vio que don Bosco cayó enfermo. Mas, como no
podía él solo atender a tantos muchachos en las
funciones de iglesia, en la asistencia a los
juegos, en buscar trabajo a los que no lo tenían,
invitó al teólogo Vola, al teólogo Carpano y al
sacerdote Trivero para que le ayudaran en el
trabajo mañana y tarde. Los celosos eclesiásticos
acogieron de buen grado la invitación, y se
entregaron con toda su alma a la buena marcha de
la obra. A veces los ayudaba para el catecismo
don Pachiotti, del Refugio. Durante los cuatro
meses de ausencia suplieron éstos al fundador del
Instituto. Pero tuvieron que ganarse el aprecio y
la amistad de aquella ((**It2.502**)) turba,
como lo había hecho don Bosco, a costa de
grandísima paciencia, de dura abnegación y de
gastos no pequeños. Aprendieron qué era tratar
con muchachos, ajenos en su mayoría a toda suerte
de educación, muchos, con frecuencia, sin un
pedazo de pan que llevarse a la boca, corrompidos
a veces y andrajosos y sucios del todo. Para
colmo les tocó, como suele acaecer a cuantos
quieren hacer el bien, tener que aguantar no pocas
contradicciones y críticas. Entonces entendieron
cuáles fueron las delicias de don Bosco en esta
tarea y a costa de cuántos sudores había logrado
adueñarse de aquellas almas, y se convencieron de
que sólo el premio celestial podía compensar
tantos sacrificios.
Entretanto, aumentaban cada día las necesidades
y gastos del Oratorio, para la capilla y las
fiestas, para los juegos, las rifas, las meriendas
o desayunos para algunos o para todos en ciertas
solemnidades, los socorros que había que
proporcionar a los más pobres y para el alquiler
de los locales necesarios. Pero siempre llegaba
el socorro de la Divina Providencia. Cuando iban
todos los muchachos de excursión, el teólogo
Carpano solía proveer de cuanto era necesario para
la comida o la merienda, gastando para ello cuanto
recibía de la bondad de su acaudalado padre. El
abogado Claretta había entregado una bonita
cantidad, el conde Bonaudi fue dando durante
varios años treinta liras al mes, don Cafasso
pagaba los alquileres. La marquesa Barolo y el
conde de Collegno habían dado aquel mismo año
otras limosnas. Todo esto se lee en unas
memorias, cuyas notas y cifras escritas de puño y
letra por el teólogo Borel, comienzan con fecha de
los últimos meses de 1844 y terminan en 1850
inclusive. En estas memorias están anotadas todas
las cantidades que
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