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en aquel momento que estaba preparado para morir;
me apenaba dejar a mis muchachos; pero estaba
contento porque acababa mis días, persuadido de
que el Oratorio tenía ya forma y lugar seguros>>.
Se basaba su seguridad en la certeza de que el
Oratorio era ((**It2.493**)) querido
y fundado por Dios y por la Virgen: que él no era
más que un simple instrumento, y hasta inútil, ya
que Dios encontraría otros mil mejores que él para
sustituirle; y que el teólogo Borel estaba
dispuesto a cualquier sacrificio antes que
abandonar aquella empresa.
Ya desde el comienzo de la semana, se extendió
la triste noticia de su enfermedad y se apoderó de
los jovencitos del Oratorio una pena y una
angustia indescriptibles. Algunos de los mayores
pidieron y alcanzaron ser aceptados como
enfermeros: le prestaban continua asistencia
alternándose día y noche, prodigándole
extraordinarias muestras de cariño. A toda hora
llegaban a la puerta de su habitación grupos de
muchachos pidiendo informes. No satisfechos con
las palabras, querían verle, hablarle, servirle y
asistirle. El médico prohibió la entrada a toda
persona extraña, así que el enfermo también se la
negaba a ellos. Se sucedían escenas ternísimas.
-íSólo verle!, decía uno.
-No le dejará hablar, añadía otro.
-Tengo que decirle una sola palabra, aseguraba
un tercero; y no puedo resignarme a que muera sin
que se la diga.
-Si don Bosco supiera que yo estoy aquí, me
dejaría entrar, repetía uno. Y otro:
-Por favor, déjeme entrar o dígale mi nombre.
Pero el enfermero era inexorable.
-Al veros, respondía, se conmovería demasiado,
y le cortaríais el hilo de vida que aún le
sostiene. Además, si dejo entrar a uno, hay que
dejar a otros y después a otros y no se acabaría
nunca.
Ante tales palabras los cariñosos muchachos
sollozaban y hacían llorar a los presentes.
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-íPobres chicos!, exclamaban. íCómo le quieren!
Don Bosco oía los diálogos que entablaban con
el enfermero y estaba emocionado. Algunos
muchachos no se resolvían a marchar y se quedaban
silenciosos en el corredor, cerca de la puerta,
para ver si, al menos, podían oír la voz de su
Director. Don Bosco se daba cuenta alguna vez de
su presencia y preguntaba:
-Quién está ahí?
-Viglietti, Piola, Buzzetti; respondía el
enfermero.
-Dígales que entren.
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