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llegar a la muralla que lo cercaba, empezaron a
ladrar dos grandes mastines. La comitiva detuvo el
paso, porque era peligroso adelantarse, y a
grandes voces llamaron al amo y anunciaron la
llegada de dos viajeros extraviados.
El dueño, un tal señor Moioglio, uno de esos
vejetes chapados a la antigua y a la buena, todo
corazón y caridad, acudió en seguida, acalló a los
perros que parecían dos becerros, y metió en casa
a don Bosco y a sus compañeros, dispensándoles la
más grata y cariñosa acogida.
Aunque la noche ya estaba muy avanzada, había
en el salón unos cuantos amigos, con los que
acostumbraba a divertirse en honestos juegos. Al
aparecer don Bosco todos se levantaron. El viejo
invitó a don Bosco a tomar asiento y le preguntó
quién era. Apenas supo que venía de Castelnuovo,
empezó a enumerar los conocidos que allí tenía:
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la familia Bertagna, la tal casa y la tal otra, el
párroco, el capellán, y don Lacqua...
Y después de celebrar la llegada de personas
que conocían a sus propios amigos, se apresuró a
quitarles las ropas mojadas y cubrió a don Bosco
con su propia capa. Mandó preparar una buena cena
para que recuperasen las fuerzas. Sentados a la
mesa, siguió el vejete hablando de mil cosas en
amena conversación. Al levantar los manteles, dijo
a don Bosco:
-Tengo capilla en el castillo y, si usted
quiere hacernos el favor, mañana, podremos oír su
misa. Será un regalo para mi señora, que es muy
devota y gusta mucho de las cosas de iglesia.
Don Bosco accedió con mucho gusto, y, rendido
de cansancio, se fue a dormir hacia la media
noche. Al alba del día siguiente, la campana del
castillo tocaba a misa y la gente de los caseríos
vecinos acudió a ella.
Quería don Bosco reemprender en seguida el
camino hacia Ponzano, pero aquel buen señor no le
permitió salir de ningún modo: le acompañó a
visitar el castillo, que era de un conjunto tan
severo que estremecía. Después de dar una vuelta
alrededor de la muralla, se fijó don Bosco en la
entrada de unas oscuras galerías que se internaban
en la colina.
-Mire, decía el señor, nadie se ha atrevido a
explorar esos subterráneos que, a lo que parece,
son muy extensos; porque todos saben que sirven de
refugio a ladrones, asesinos y tal vez acuñadores
de moneda falsa. Estos van y vienen, unas veces
están, otras no; pero nadie se atreve a penetrar.
Ni los mismos guardias se han arriesgado hasta
ahora a ello. A nosotros nos toca callar, porque
un golpe es(**Es2.36**))
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