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Giovanni y del Hospicio de San Miguel. Sentía,
pues, las mismas inclinaciones de don Bosco, cuyas
ideas había de comprender perfectamente, hasta
convertirse en su munífico y afectuoso protector.
Apenas subió al solio pontificio, publicó
algunas órdenes de reformas administrativas y el
17 de julio concedió una amplia amnistía a presos
y exiliados políticos, que pasaban del millar,
todos convictos de conjuración y rebelión. Apenas
proclamada la amnistía, resonó por Italia y todo
el mundo el grito de viva Pío IX. Roma fue presa
inmediatamente de un delirio de alegría y
entusiasmo insólitos. Manifestaciones populares,
fiestas, banquetes, excursiones patrióticas, arcos
triunfales, iluminaciones, cánticos, músicas,
ovaciones de un gentío inmenso, doquiera se
presentaba el Papa. Recomendaba moderación en
prueba de obediencia; pero las sectas
organizadoras de aquellos movimientos populares,
sin más límites que los marcados por los
cabecillas secretos, ayudados inconscientemente
por la fe y el amor de los verdaderos católicos,
seguían agitando con sus maquinaciones a las masas
populares, bajo pretexto de exaltación del Papado.
Fue un esfuerzo increíble para impulsar a Pío IX
de concesión en concesión, dejando caer en toda
ocasión una lluvia de flores sobre su augusta
cabeza. Los sectarios gritaban que Pío IX era un
Papa liberal, con la esperanza de que su calumnia
no fuera desmentida. Escritores acostumbrados a
insultar al Papado, ahora exaltaban a Pio IX hasta
las estrellas. Los principales periódicos de
Europa aclamaban su amor patrio con el fin de
vencer las dudas y la resistencia del rey Carlos
Alberto. Máximo de Azeglio escribía artículos para
siete periódicos, entre ellos dos revistas, una
inglesa y otra ((**It2.477**))
francesa, en las que se exaltaba y engrandecía a
Pío IX como a la esperanza de Italia. Se simulaba
que él era un Papa, tal y como lo habían pintado
las instrucciones sectarias del 1820. Turín se
hacía eco de Roma, y la corriente de libertad, que
falsamente se proclamaba como llegada del
Vaticano, se comunicaba hasta el mismo clero. Los
Mazzinianos callaban y rogaban a Mazzini que
callara y dejase campo libre a Gioberti, a
Azeglio, a Mamiani y a otros que trabajaban para
conseguir su mismo fin, pero por lo pronto no
contra la República, sino con la preparación de un
gobierno constitucional.
Pero don Bosco, a pesar de su afecto y
entusiasmo por el Papa, no se dejó engañar por
aquella ardorosa lírica callejera. Aunque parecía
que los honores tributados a Pío IX eran un justo
tributo a su divina autoridad, a sus virtudes, sin
embargo él descubría en ellos un germen de graves
transtornos políticos, perniciosos para la
Iglesia.
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