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Durante los primeros días de dicho mes corrió una
dolorosa noticia por Turín, confirmada muy pronto
por el lúgubre tañido de todas las campanas, que
producía gran emoción en los corazones bien
nacidos. Había muerto en Roma el Papa Gregorio
XVI, a la edad de ochenta años, amargado por las
continuas rebeliones de los súbditos,
soliviantados por las sectas, y por la previsión
de tiempos muy tristes. Al domingo siguiente,
hablando don Bosco a los jóvenes sobre el
Pontífice difunto, resaltó su invencible
constancia, ((**It2.475**)) y la
grave pérdida que su muerte suponía para la
Iglesia, especialmente en aquellos días. Recordó
en la misma circunstancia, entre otras cosas, la
hermosa prueba de benevolencia que les había dado
el año anterior: puesto que a una simple súplica
que le hizo por escrito, aquel gran Pontífice
había tenido la bondad de conceder una indulgencia
plenaria especial, que podía ganarse en punto de
muerte, a cincuenta personas que, a juicio de don
Bosco, fueran las más celosas y solícitas en
prestarse para el beneficio espiritual y material
de sus muchachos. Y, después de una fervorosa
exhortación, les invitó a rezar con él la tercera
parte del rosario de la Santísima Virgen en
sufragio de su alma, a cuya invitación se unieron
todos con fervor.
Satisfecho don Bosco con este tributo de
gratitud al Papa difunto, añadió que, como la
Iglesia no puede permanecer sin una Cabeza visible
que la gobierne, lo mismo que un rebaño no puede
permanecer sin pastor, se le daría otro; y así
animó a los jóvenes a pedir al Espíritu Santo que
iluminara y dirigiera a los cardenales para elegir
pronto un nuevo Papa; y ellos lo hicieron con
singular fervor. He aquí que el 16 del mismo junio
de 1846 salía elegido Papa el cardenal Juan Mastai
Ferretti, obispo de Imola, el cual tomaba el
nombre de Pío IX. También la humilde bóveda de la
nueva capillita de San Francisco de Sales resonó
poco después con el himno de acción de gracias a
Dios, por haber dado en tan breve tiempo otra
cabeza a su Iglesia, otro Padre a todos los fieles
cristianos, y con el cual el Oratorio habría
adquirido un bienechor tan grande.
El nuevo Papa era un hombre de gran
mansedumbre, generoso, pero firme y de una bondad
de corazón incomparable; de mente despejada, de
mucha ciencia, de fácil palabra, de sólida y
profunda piedad, experto en política, sabedor de
las maniobras sectarias. Todos conocían sus
naturales sentimientos patrióticos, ((**It2.476**)) que él
fomentaba con espíritu cristiano. Había predicado
misiones en Sinigallia, había sido secretario de
la Nunciatura en Chile, era amantísimo de la
Inmaculada Concepción, y tenía predilección
singular por los niños pobres, por lo que era
presidente del Hospicio de Tata
(**Es2.357**))
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