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visitarlos durante la semana y darles buenos
consejos; en fin, en hacer por ellos lo que sus
padres no hacen, unas veces porque no pueden y
otras porque no quieren.
-Pero los mayores, no hablan de revolución y de
guerra?
-No se habló de ello una palabra ni en la
iglesia ni fuera de ella. Yo soy del parecer de
que aquellos mozalbetes estarían dispuestos y aún
serían capaces de hacer una revolución y librar
una gran batalla en derredor de una cesta de
panecillos; más aún, estoy seguro de que cada uno
de ellos daría tal prueba de valentía, que se
merecería una medalla de honor. Fuera de este
caso, señor Marqués, no hay peligro de ningún
género.
Este guardia decía la verdad, lo mismo que la
decían también todos los demás, que con frecuencia
eran llamados e interrogados por sus oficiales; y
esa ((**It2.447**)) fue
siempre y sigue siendo la política del Oratorio de
San Francisco de Sales y de sus discípulos.
Otro guardia respondía francamente a su
capitán:
-Don Bosco predica en verdad la revolución y me
revolucionó a mi contra mí mismo; yo también fui a
cumplir con Pascua, después de muchos años que no
lo hacía. Habló de la muerte como si ya
estuviéramos muertos, o como si al cabo de media
hora hubiésemos de morir y después... íQué
terrible es el infierno! íJamás había oído yo una
descripción como aquélla! Sin embargo, don Bosco
dijo al final que todo lo que él había dicho no
era nada, casi ni una débil sombra de como es en
realidad. Vaya, que yo no quiero de ningún modo ir
a parar con los demonios.
La orden de vigilancia del Marqués produjo, en
efecto, un gran bien espiritual a casi todos los
guardias. Ellos, particularmente a la hora del
sermón, estaban inmóviles, atentísimos para no
perder una sílaba. Don Bosco, casi bromeando, les
invitaba, a lo mejor, a echarle una mano para la
asistencia de los muchachos. De este modo él
empezó a tratar los temas más pavorosos: el
infierno, los tormentos que allí se sufren y la
eternidad del daño; la muerte con todos sus
detalles, para los buenos y para los malos; el
juicio universal y su terrible aparato, con todas
sus circunstancias. Y era tan grande la fuerza de
su palabra, que los oyentes quedaban santamente
espantados; pero sabía, al final, presentar tan
bien la bondad de Dios, el poder de la intercesión
de María Santísima y de los Santos, que se
reanimaba en todos la esperanza de poder alcanzar
todavía el premio celestial. Los guardias, que
nunca habían oído predicar estas verdades y que no
se habían confesado hacía años, conmovidos y
espantados, se acercaban a don Bosco, apenas
terminaba de predicar,
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