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porque a lo mejor, por respeto humano de algunos
compañeros no habría venido.
Mientras don Bosco recitaba su breviario, yo me
preparé y después me confesé, con más facilidad de
lo que hubiera esperado, porque mi caritativo y
experto confesor me ayudó maravillosamente con sus
sapientes ((**It2.438**))
preguntas. Me despachó en poco tiempo, y yo,
después de cumplir la penitencia que me impuso y
dar gracias devotamente, volví a mi interesante
recreo. A partir de aquel día ya no tuve
dificultad en ir a confesarme; más aún,
experimentaba gran gusto en acercarme a este
sacramento siempre que podía, de modo que empecé a
hacerlo frecuentemente>>.
Hasta aquí el relato del joven. Nosotros
añadimos que en adelante fue uno de los más
asiduos en cumplir sus deberes religiosos y que,
con su ejemplo y su palabra, arrastraba a muchos
otros. Cuando contaba este episodio a sus
compañeros, empezaba graciosamente: <>; y al describirlo les
hacía morir de risa.
Una escena singular sucedía al caer de la
tarde, a la hora de partir del Oratorio. Al llegar
aquel momento, parecía como si un imán poderoso
atrajera a los muchachos hacia don Bosco. Todos le
daban cien veces las <>, sin
decidirse a separarse de él. El les decía con
gracia:
-Marchad, hijos míos, marchad, que se hace de
noche, y los padres os aguardan.
Era inútil. Generalmente sucedía así: a un
toque de campana entraban todos en la iglesia, o
bien se reunían en el patio en el buen tiempo.
Rezaban las oraciones y el Angelus, le rodeaban y,
después, seis de los más fuertes formaban con sus
brazos una especie de trono, sobre el cual tenía
que sentarse don Bosco a la fuerza. Entonces,
formando varias filas, le llevaban cantando hasta
el lugar llamado El Rondó. Al llegar allí, bajaba
don Bosco del improvisado trono y se cantaba
todavía alguna canción, la última de las cuales
siempre era: Se alaben noche y día los nombres de
Jesús y de María. Se producía entonces un gran
silencio, auguraba él a todos unas buenas noches y
una buena semana, invitándoles ((**It2.439**)) para el
domingo siguiente. Y respondían todos a pleno
pulmón: Buenas noches. íViva don Bosco! Después,
se marchaba cada cual al seno de su propia
familia, mientras algunos de los mayorcitos se
quedaban con él para acompañarlo a casa, las más
de las veces más muerto que vivo por el cansancio.
Sucedió en uno de estos domingos de 1846, un
hecho del que fue testigo José Buzzetti juntamente
con otros compañeros. El señor Pinardi,
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