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((**Es2.331**) porque a lo mejor, por respeto humano de algunos compañeros no habría venido. Mientras don Bosco recitaba su breviario, yo me preparé y después me confesé, con más facilidad de lo que hubiera esperado, porque mi caritativo y experto confesor me ayudó maravillosamente con sus sapientes ((**It2.438**)) preguntas. Me despachó en poco tiempo, y yo, después de cumplir la penitencia que me impuso y dar gracias devotamente, volví a mi interesante recreo. A partir de aquel día ya no tuve dificultad en ir a confesarme; más aún, experimentaba gran gusto en acercarme a este sacramento siempre que podía, de modo que empecé a hacerlo frecuentemente>>. Hasta aquí el relato del joven. Nosotros añadimos que en adelante fue uno de los más asiduos en cumplir sus deberes religiosos y que, con su ejemplo y su palabra, arrastraba a muchos otros. Cuando contaba este episodio a sus compañeros, empezaba graciosamente: <>; y al describirlo les hacía morir de risa. Una escena singular sucedía al caer de la tarde, a la hora de partir del Oratorio. Al llegar aquel momento, parecía como si un imán poderoso atrajera a los muchachos hacia don Bosco. Todos le daban cien veces las <>, sin decidirse a separarse de él. El les decía con gracia: -Marchad, hijos míos, marchad, que se hace de noche, y los padres os aguardan. Era inútil. Generalmente sucedía así: a un toque de campana entraban todos en la iglesia, o bien se reunían en el patio en el buen tiempo. Rezaban las oraciones y el Angelus, le rodeaban y, después, seis de los más fuertes formaban con sus brazos una especie de trono, sobre el cual tenía que sentarse don Bosco a la fuerza. Entonces, formando varias filas, le llevaban cantando hasta el lugar llamado El Rondó. Al llegar allí, bajaba don Bosco del improvisado trono y se cantaba todavía alguna canción, la última de las cuales siempre era: Se alaben noche y día los nombres de Jesús y de María. Se producía entonces un gran silencio, auguraba él a todos unas buenas noches y una buena semana, invitándoles ((**It2.439**)) para el domingo siguiente. Y respondían todos a pleno pulmón: Buenas noches. íViva don Bosco! Después, se marchaba cada cual al seno de su propia familia, mientras algunos de los mayorcitos se quedaban con él para acompañarlo a casa, las más de las veces más muerto que vivo por el cansancio. Sucedió en uno de estos domingos de 1846, un hecho del que fue testigo José Buzzetti juntamente con otros compañeros. El señor Pinardi, (**Es2.331**))
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