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Arzobispo, para mostrar su satisfacción y dar a
don Bosco una muestra más de su benevolencia, le
renovó las facultades ya otorgadas en favor del
Oratorio, para celebrar la misa, impartir la
bendición, administrar los sacramentos, predicar,
celebrar triduos, novenas, ejercicios
espirituales, preparar para la confirmación y
comunión, y hasta cumplir con el precepto pascual,
como si los jóvenes estuvieran en su propia
parroquia.
Parece oportuno describir someramente la nueva
capilla. Era una habitación de quince a dieciséis
metros de larga por casi seis de ancha. Tras el
altar, orientado hacia poniente, había dos
dependencias que servían, una de sacristía y otra
de cuarto trastero. El suelo estaba entarimado un
poco aprisa y a la buena de Dios. Por sus
hendiduras podían pasar ratones y hasta los gatos
que los perseguían. El techo era un cielo raso de
placas enlucidas con yeso. Pues y la altura? íBien
seguro que era algo menos que la de San Pedro de
Roma! Para formarse una idea baste decir que,
cuando el señor Arzobispo iba para administrar la
confirmación o celebrar otra función sagrada, al
subir a la pequeña cátedra había de inclinar la
cabeza, si no quería chocar en la bóveda con la
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de la mitra. Casi a mitad de la iglesia, al lado
derecho, había un pequeño púlpito al que no todos
podían subir, porque un sacerdote alto daba con la
cabeza en el techo. Pero estaba a la medida del
teólogo Borel, que era chiquito de estatura: y
desde él daba por la tarde su plática con gran
celo y satisfacción de los muchachos. Esta era la
gran basílica que sirvió para el culto divino
durante seis años; en aquella Pascua resonaron en
ella por vez primera los cánticos sagrados. Así se
iban cumpliendo los sueños y, después de la
tercera estación, don Bosco se establecía en la
casa que le destinaba la bondad de María.
Por esto, en agradecimiento a la implantación
estable del Oratorio, fueron los muchachos,
durante el mes de mayo de los años 1846 y 1847 a
comulgar en honor de María Santísima al santuario
de la Consolata, pero no procesionalmente. A la
hora previamente fijada, llenaron el Santuario.
Los Padres Oblatos de María se prestaron para
confesar, el teólogo Nasi se sentó al órgano y
centenares de corazones purificados por los santos
sacramentos elevaron al cielo el Te Deum laudamus.
Desde el altar de su milagrosa imagen, María
Santísima escuchó y bendijo a sus hijos y derramó
sobre don Bosco los consuelos que necesitaba para
facilitarle la ardua misión. El reflejo de esos
consuelos quedó tan vivamente grabado en el rostro
de don Bosco que posteriormente bastaba a sus
Salesianos fijar en él su mirada, para sacar
aliento en las pruebas y en las angustias más
penosas
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