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veían tan solitario. No se dibujaba en sus labios
((**It2.421**)) la
dulce sonrisa que tanto los alegraba; su rostro
aparecía con aire de tristeza y de angustia; sus
ojos estaban empañados por las lágrimas. Paseaba y
rezaba. Algunos de ellos al verle en tal estado,
se le acercaban para hacerle compañía; pero él les
decía:
-Idos, hijos míos. Dejadme solo.
Don Bosco callaba, pero los mayores sabían de
sus apuros y de sus penas. Había ido después del
mediodía a visitar una vez más a los hermanos
Filippi y a su señora madre, y no pudo mudar su
resolución.
-Yo, les había dicho don Bosco, arrendé el
prado por un año, a veinte liras mensuales, y
todavía no ha expirado el tiempo del alquiler.
Precisamente se convino en esa suma teniendo en
cuenta la siega de hierba que se perdería.
-Pues nosotros no estamos dispuestos. Búsquese
otro sitio.
-Y dónde quieren que vaya ahora?
-íLe hemos concedido el tiempo necesario!
íDebía usted proveer!
Se encontraba, pues, el pobre don Bosco en
aquel momento bajo el peso de un disgusto, que
ninguna pluma sería capaz de describir. Estaba
como un labrador, que mira el cielo nublado, a
tiempo de que una tormenta de granizo amenaza su
campo y está a punto de arrebatarle sus más gratas
esperanzas; estaba como un pastor amoroso, que se
ve obligado a abandonar su querida grey, y dejar
sus corderillos como presa de lobos rapaces;
estaba como un padre, o más bien como una madre
cariñosa, que debe separarse violentamente, y tal
vez para siempre, de sus queridos hijos.
Reflexionaba así consigo mismo: -Mis ((**It2.422**))
ayudantes me han vuelto la espalda y me han dejado
solo para cuidar a tantos muchachos; estoy agotado
y sin fuerzas, he perdido la salud y por encima de
todo esto, dentro de dos horas expira el plazo
para poder seguir en este prado; necesito otro
lugar donde recoger a estos muchachos y avisárselo
para el domingo próximo. Y este lugar no aparece,
a pesar de tanto buscarlo. Esta tarde va a
terminar el Oratorio. Tantas fatigas, para nada?
Tantos sudores inútiles? Es forzoso abandonar y
despedirse de estos jovencitos que me quieren,
dejarlos otra vez sin guía ni freno, volverlos a
ver vagando por las calles y plazas, engolfados en
el vicio, camino de la cárcel, perdidos espiritual
y corporalmente? No, íesto no es la voluntad de
Dios!...
Ante tales consideraciones fue tan intensa su
amargura, que el pobre don Bosco no pudo más, y
prorrumpió en sollozos y en llanto.
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