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y así, a lo largo del camino, fueron rezando el
rosario, cantando las letanías y otras loas
piadosas.
Al llegar al sendero flanqueado de árboles, que
lleva de la carretera al convento, con gran
maravilla de todos, empezaron a sonar a rebato las
campanas de la iglesia. He dicho con maravilla de
todos, porque aunque habían ido allí otras veces,
nunca se había celebrado su llegada al son de los
bronces sagrados. La demostración fue tenida por
tan extraña y fuera de costumbre, que se corrió la
voz de que las campanas se habían puesto a tocar
por sí mismas. Lo cierto es que el padre
Fulgencio, guardián del convento y confesor a la
sazón del rey Carlos Alberto, aseguró que ni él ni
ninguno de la comunidad había dado orden de que se
tocaran las campanas en tal ocasión, y que, por
cuanto hizo para saber quien las había tocado, no
le fue posible descubrirlo.
Entrados en la iglesia, asistieron a la misa, y
algunos de los jóvenes comulgaron. Después
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misa, mientras el buen Guardián hacía preparar el
desayuno en el jardín del Convento, don Bosco les
dirigió unas preciosas palabras de ocasión.
Comparó a sus muchachos con los pájaros que se
quedan sin nido; les animó a pedir a la Virgen que
les preparara otro seguro, y ellos se lo pidieron
de corazón con él, persuadidos de que serían
oídos. Después del desayuno volvieron a la ciudad
para reunirse por última vez en el prado aquella
tarde.
Habían puesto su suerte en manos de María; al
mismo tiempo, don Bosco había dejado quien buscara
otro sitio; pero antes de acabarse el día, sus
esperanzas y su corazón debían aguantar una gran
prueba.
Serían las dos de la tarde cuando ya casi todos
estaban reunidos en el prado. Sabedores de que era
la última vez que podían disfrutar de él, les
parecía experimentar un gusto especial en correrlo
de punta a punta y pisotearlo a su placer.
Ciertamente no lo calcularon, pero muchas raíces
se perderían aquella tarde íponiendo en riesgo el
vistoso patrimonio de los hermanos Filippi!
A la hora de costumbre hubo el catecismo, el
canto, la plática, todo como siempre. Después
emprendieron los muchachos sus juegos y
diversiones; pero algo desacostumbrado impresionó
su mirada y enfrió en algunos el ardor de los
juegos. Aquél que era siempre el alma de la
expansión; aquél que, como un nuevo Felipe Neri,
se hacía pequeño con los pequeños; aquél que
cantaba, jugaba y corría con ellos, su querido don
Bosco estaba solo en un ángulo del prado, triste y
pensativo. Era acaso la primera vez que los
muchachos lo
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