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una plaza para el pobre don Bosco. Entonces dos
respetables sacerdotes, el teólogo Vicente
Ponzati, párroco de San Agustin y otro miembro,
tan piadoso como docto, del clero turinés,
quedaron encargados de ir a buscar a don Bosco en
un coche cerrado, y de buenas maneras acompañarlo
hasta el hospital de los locos. Cierto día se
dirigieron los dos mensajeros al Refugio para
cumplir su mandato. Entraron en la habitación de
don Bosco, hicieron los primeros cumplidos y
después sacaron la conversación del futuro
Oratorio. Don Bosco repitió lo que había dicho a
otros, con la misma naturalidad de quien todo lo
tiene ante los ojos. Los dos enviados se miraron
uno a otro y, con cierto aire de compasión y como
suspirando,
exclamaron:
-íEs cierto! (Está loco del todo).
Mientras tanto don Bosco, por lo inesperado de
la visita de ((**It2.415**)) los dos
distinguidos personajes, sus insistentes preguntas
y la misteriosa exclamación, se dio cuenta de que
también ellos eran de los que le creían loco y se
reía en su interior. Esperaba a ver como terminaba
aquello, cuando he aquí que los dos interlocutores
le invitan a salir con ellos para dar un paseo.
-Un poco de aire puro te irá bien, querido don
Bosco, le dijo el teólogo Ponzati; ea, ven;
precisamente tenemos un coche que nos aguarda a la
puerta.
Don Bosco, más sagaz que los dos señores,
entendió enseguida el juego que le preparaban. Así
que, sin darse por entendido, aceptó la invitación
y bajó con ellos hasta el coche. Al llegar allí,
los dos amigos le rogaron con mucha amabilidad,
que subiera él primero.
-De ningún modo, respondió don Bosco; sería una
falta de respeto a su dignidad; hagan el favor de
subir ustedes primero.
Y, sin sospechar nada, suben persuadidos de que
don Bosco subiría inmediatamente detrás. Pero él,
que en efecto quería respirar un aire puro, y que
sabía le iría bien, apenas los vio dentro, cerró
aprisa la portezuela del coche y dijo al cochero:
-íEnseguida, al manicomio, donde esperan a
estos dos señores!
El cochero arreó un latigazo al caballo y, en
menos que se cuenta, llegaba al manicomio, muy
próximo al Refugio, y entraba a toda velocidad por
el portón abierto. Cerró enseguida el portero. Los
loqueros, preparados de antemano, rodearon el
coche y abrieron la portezuela. Fue lo más
gracioso de la escena. Tenían orden los loqueros
de no dejar salir al loco que iba a llegar y de
entretenerlo atentamente. Pero, no pudiendo
averiguar de ningún modo quién de los dos era el
loco, subieron a los dos a una habitación del piso
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