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en el santo bautismo y haber llegado, así, a ser
hijo de Dios. Constantemente ponderaba la suerte
de haber tenido una madre piadosísima que, a su
tiempo, le había enseñado el catecismo y
encaminado a la piedad. Daba gracias al Señor por
estos grandes beneficios cada mañana y cada noche.
Mil veces se le oyó inculcar la gratitud a Dios
por habernos concedido nacer en el seno de la
santa Iglesia Católica, y recomendar la
correspondencia a esta gracia, confesando
valientemente y sin respeto humano nuestra fe ante
los hombres, con la fuga del pecado y la
observancia de la ley divina. Recordaba el
pensamiento de la presencia de Dios con tales
expresiones, que se advertía como vivía en él.
Jamás se le acercaba nadie, sin que le hablase de
alguna verdad o pensamiento de fe. Y lo hacía con
singular destreza, sin el menor esfuerzo, con
naturalidad: hasta hablando de cosas materiales,
de negocios, y cuando quería promover la hilaridad
con algún chiste, sabía hablar de Dios de un modo
tan atractivo, que su conversación resultaba
agradable, incluso para los que jamás hubiesen
querido oír hablar de cosas de religión. Tan
compenetrado esta con la idea de la fe, que ella
informaba sus pensamientos y sus actos. Este
espíritu de fe se traslucía en el saludable temor
que tenía de ofender la santidad de Dios y su
justicia y en el grandísimo horror que sentía al
pecado. Evitaba con sumo cuidado no sólo lo que
evidentemente era malo, sino ((**It2.26**)) hasta lo
que tenía apariencia de tal. A veces se preocupaba
de acciones o palabras que se podían tomar por
virtuosas o, al menos, exentas de toda
imperfección.
De aquí procedía su eficaz deseo de atender a
la perfección. Y por eso, desde entonces, se le
veía practicar los tres consejos evangélicos de
castidad, pobreza y obediencia, con un empeño que
no le podía superar ni el más ligado a ellos por
los votos. Quien no le conocía, le admiraba sin
poder darse cuenta del motivo de su observancia;
pero algunos compañeros de la escuela y del
seminario de Chieri, a quienes había participado
sus secretos, manifestaron ese motivo a don
Francisco Dalmazzo, el cual estaba dispuesto a dar
fe de ello con juramento. Don Bosco se había
consagrado a Dios con votos perpetuos, siendo
todavía seminarista. A los pies del altar de María
Santísima le ofreció el lirio de su corazón.
Impedido prudentemente de ingresar, por entonces,
en una orden religiosa, a la que se sentía
fuertemente atraído, obedecía la voz del Superior,
pero ligaba su libertad para estar pronto al
servicio divino en cualquier momento de su vida. Y
por esto mismo, manifestaba también gran amor a la
mortificación y a la pobreza. Aun durante los
meses que pasó en su casa, en estas vacaciones y
durante los primeros años de su estancia(**Es2.30**))
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