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((**Es2.295**) con aire provocativo y riendo burlonamente hablaban en voz baja, de modo que no se podía entender lo que decían. Don Bosco observaba sus movimientos, pero no sucedió nada que ocasionara ((**It2.390**)) disgusto. Parecían detenidos por una fuerza misteriosa que les impedía emprender sus brutales valentonadas>>. Hasta aquí el manuscrito. Con estas alternativas de devoción y de sanas diversiones, estaban los jóvenes del Oratorio profundamente convencidos del amor sincero que don Bosco les tenía. Y, al ver la amable solicitud y el vivo interés que manifestaba por su bien, se empeñaban en corresponderle del mejor modo posible, y le obedecían con admirable prontitud. Bastaba una palabra suya, una señal, una sola mirada para calmarlos, para acabar una discusión, para impedir un desorden, para imponer silencio a más de cuatrocientas lenguas juveniles. Estaban una vez todos ellos corriendo, jugando y gritando con afán. Don Bosco necesitaba decirles algo: hizo una señal con la mano y en un instante cesó el jaleo. Todos le rodearon para oír su voz. Un guardia allí presente, que hacía rato observaba, no pudo menos de exclamar: -Si este sacerdote fuera un general de la armada, podría combatir con el ejército más aguerrido del mundo, con la seguridad de la victoria. En Turín se hablaba mucho de don Bosco. Cuando atravesaba por las calles con sus muchachos, la gente salía de las casas, se asomaba a los balcones, a las ventanas, a las puertas para gozar de aquel espectáculo. Unos decían que era un santo, otros que era un loco. Algunas veces, al volver de la excursión, se paraba la comitiva, levantaban en hombros al buen sacerdote, que se esforzaba por liberarse e insistía en que no lo hicieran, y, quieras que no, lo llevaban en triunfo, al igual de los antiguos romanos, cuando llevaban sobre sus escudos a los emperadores. En alabanza de estas excursiones se debe notar que entre aquellos jóvenes, no forzados por ((**It2.391**)) disciplina alguna, no se daba el menor desorden. Ni una riña, ni una queja, ni robar fruta, pese a que, a veces, llegaban a seiscientos o setecientos. Y no se trataba tan sólo de niños; había entre ellos muchachotes robustos, capaces de desafiar cualquier peligro, y que llevaban consigo su inseparable navaja. Pero no debe causar extrañeza. Aquellos jóvenes amaban a don Bosco con ese amor que saben tributar al que bien les quiere. Cuando iba por las calles de la ciudad en los días de trabajo, aparecían a (**Es2.295**))
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