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con aire provocativo y riendo burlonamente
hablaban en voz baja, de modo que no se podía
entender lo que decían. Don Bosco observaba sus
movimientos, pero no sucedió nada que ocasionara
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disgusto. Parecían detenidos por una fuerza
misteriosa que les impedía emprender sus brutales
valentonadas>>.
Hasta aquí el manuscrito.
Con estas alternativas de devoción y de sanas
diversiones, estaban los jóvenes del Oratorio
profundamente convencidos del amor sincero que don
Bosco les tenía. Y, al ver la amable solicitud y
el vivo interés que manifestaba por su bien, se
empeñaban en corresponderle del mejor modo
posible, y le obedecían con admirable prontitud.
Bastaba una palabra suya, una señal, una sola
mirada para calmarlos, para acabar una discusión,
para impedir un desorden, para imponer silencio a
más de cuatrocientas lenguas juveniles.
Estaban una vez todos ellos corriendo, jugando
y gritando con afán. Don Bosco necesitaba decirles
algo: hizo una señal con la mano y en un instante
cesó el jaleo. Todos le rodearon para oír su voz.
Un guardia allí presente, que hacía rato
observaba, no pudo menos de exclamar:
-Si este sacerdote fuera un general de la
armada, podría combatir con el ejército más
aguerrido del mundo, con la seguridad de la
victoria.
En Turín se hablaba mucho de don Bosco. Cuando
atravesaba por las calles con sus muchachos, la
gente salía de las casas, se asomaba a los
balcones, a las ventanas, a las puertas para gozar
de aquel espectáculo. Unos decían que era un
santo, otros que era un loco. Algunas veces, al
volver de la excursión, se paraba la comitiva,
levantaban en hombros al buen sacerdote, que se
esforzaba por liberarse e insistía en que no lo
hicieran, y, quieras que no, lo llevaban en
triunfo, al igual de los antiguos romanos, cuando
llevaban sobre sus escudos a los emperadores. En
alabanza de estas excursiones se debe notar que
entre aquellos jóvenes, no forzados por ((**It2.391**))
disciplina alguna, no se daba el menor desorden.
Ni una riña, ni una queja, ni robar fruta, pese a
que, a veces, llegaban a seiscientos o
setecientos. Y no se trataba tan sólo de niños;
había entre ellos muchachotes robustos, capaces de
desafiar cualquier peligro, y que llevaban consigo
su inseparable navaja.
Pero no debe causar extrañeza. Aquellos jóvenes
amaban a don Bosco con ese amor que saben tributar
al que bien les quiere. Cuando iba por las calles
de la ciudad en los días de trabajo, aparecían a
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