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muestras externas de arrepentimiento y tenía un
aire de extraña frialdad y casi displicencia.
Llegaron a la plaza donde se levantaban las
horcas: aquello era un hormiguero de gente que iba
y venía; a cierto punto el gentío, que se apretaba
entre empujones, impedía el paso del tercer carro
en el que iba don Bosco, mientras los otros dos
habían llegado sin dificultad al pie del patíbulo.
El carretero no sabía por donde tirar, porque
mucha gente estaba de espaldas, ansiosa de ver la
ejecución de los dos primeros condenados. En vano
gritaban el carretero y los guardias; para ir más
aprisa había que atropellar a las personas. Por
fin lograron abrirse paso, pero muchos de los que
iban a los lados o detrás intentaban adelantarse
al carro aprovechando el momentáneo paso abierto.
El condenado, al ver aquel gentío gritó con fría y
sardónica risa a la turba:
-Buena gente, a qué tanta prisa? Si no estoy
yo, falta el personaje principal de la escena, y
mientras yo esté aquí podéis estar seguros de que
no acaba la fiesta.
Después de casi media hora de fatigas, pudo
llegar el carro hasta los pies del cadalso: los
dos primeros habían sido ya ejecutados: el joven
pendía colgado de la soga. El desdichado padre fue
llevado bajo la horca; pero cuando subió al fatal
escabel, los ojos de don Bosco se nublaron, perdió
el equilibrio y ya no vio más. Don Cafasso, que
estaba a su lado, lo sostuvo, de modo que no llegó
a caer, y lo entregó al otro sacerdote, mientras
él se apresuraba a dar la última absolución a la
pobre víctima, a la que ya quitaban el banquillo
de los pies. Cuando don Bosco se repuso, todo
había acabado. Acompañó con don Cafasso los
cadáveres hasta la capilla de la compañía de la
Misericordia y asistió después a la misa de
Réquiem.
Desde aquel día ya no se atrevió don Cafasso a
invitarlo para asistir a la horca. Pero don Bosco
continuó todavía durante varios años consolando y
confesando en la cárcel a los condenados a muerte.
Contaba el canónigo Picca que, siendo él todavía
seminarista, fue con don Bosco a visitar a tres de
esos delincuentes, Magone, Guercio y Violino, que
fueron ahorcados en el Rondó de Valdocco, lugar
grandísimo, rodeado de árboles gigantescos, de
donde partían una calle y tres hermosos y
anchísimos paseos. Allí, a campo abierto, se
plantaba la horca hasta el 1852, a poco más de
cien metros de la vivienda de don Bosco. Esto
representó para él un gran tormento: tener que
oír, durante nueve años, el murmullo de los
innumerables espectadores, los cantos fúnebres de
la llegada del cortejo, y, luego, el profundo
silencio, el redoble de los tambores, los cantos
en sufragio de los difuntos y, por fin, las voces
de la gente que salía por ((**It2.371**))(**Es2.281**))
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