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((**Es2.278**) desoía cuanto pudiera conducirle a pensamientos de eternidad. Pero don Cafasso, el teólogo Borel y don Bosco se alternaban en continua asistencia y lograban calmarles, inspirándoles gran confianza en el ministerio sacerdotal, infundiéndoles viva esperanza y amor a Dios, hasta inducirles a confesarse y aceptar la muerte, como un medio de expiación de sus pecados. Cuando don Bosco había confesado a un condenado, al llegar el día de la ejecución, acudía la víspera por la tarde para pasar la primera mitad de la noche acompañando al reo en capilla. Sus palabras tenían una eficacia extraordinaria para consolar al paciente. Le recordaba la bondad de María, Madre misericordiosa y refugio de los pecadores. Le hacía reflexionar cómo Dios había permitido que llegase aquel momento doloroso, porque de haber quedado sin castigo se hubiera perdido eternamente; le aseguraba que la muerte, aceptada con plena resignación, era un acto de amor perfecto, que lo llevaría al paraíso sin pasar por el purgatorio; le exhortaba a arrojarse confiadamente en los brazos de la amorosa misericordia del Señor, repitiéndole las palabras que oyó el buen ladrón en la cruz: <>. De cuando en cuando le hacía rezar el acto de contrición u otra breve oración. ((**It2.366**)) Don Bosco cumplía este ministerio con serenidad, afecto y calma; pero su calma era sólo aparente, sostenida a fuerza de voluntad. En esas noches no logró nunca vencer el estremecimiento que le ocasionaba una compasión inmensa, ni tampoco conseguir esa especie de indiferencia, hija de la costumbre. La débil llama de una vela, el silencio sepulcral del ambiente, el monótono paso del centinela por el corredor, el correr del tiempo, la inminente llegada de la hora fatal, le ocasionaban una angustia que a duras penas lograba reprimir. Y después, los sobresaltos del condenado, vencido un instante por el sueño, una palabra entrecortada, expresión de un pesar, una confidencia, un temor; a veces un apretón convulsivo de manos, luego, un ponerse en pie agitado, dar unos pasos, girar en derredor los ojos extraviados y ya secos de tanto llorar, para caer enseguida en el banquillo como víctima de un desmayo. Todo esto eran heridas dolorosas para el sensible corazón de don Bosco. Pero su heroica caridad no le abandonaba. Solía llegar a medianoche don Cafasso y a veces, el teólogo Borel. Don Bosco daba entonces su último adiós al prisionero y volvía a casa, extenuado y calenturiento. El no prolongó nunca esta vela hasta el amanecer y se sentía incapaz de acompañar al condenado hasta el cadalso. Pero una vez se vio obligado a sufrir esta violencia, superior a sus fuerzas. Había en Turín el año (**Es2.278**))
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