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desoía cuanto pudiera conducirle a pensamientos de
eternidad. Pero don Cafasso, el teólogo Borel y
don Bosco se alternaban en continua asistencia y
lograban calmarles, inspirándoles gran confianza
en el ministerio sacerdotal, infundiéndoles viva
esperanza y amor a Dios, hasta inducirles a
confesarse y aceptar la muerte, como un medio de
expiación de sus pecados.
Cuando don Bosco había confesado a un
condenado, al llegar el día de la ejecución,
acudía la víspera por la tarde para pasar la
primera mitad de la noche acompañando al reo en
capilla. Sus palabras tenían una eficacia
extraordinaria para consolar al paciente. Le
recordaba la bondad de María, Madre misericordiosa
y refugio de los pecadores. Le hacía reflexionar
cómo Dios había permitido que llegase aquel
momento doloroso, porque de haber quedado sin
castigo se hubiera perdido eternamente; le
aseguraba que la muerte, aceptada con plena
resignación, era un acto de amor perfecto, que lo
llevaría al paraíso sin pasar por el purgatorio;
le exhortaba a arrojarse confiadamente en los
brazos de la amorosa misericordia del Señor,
repitiéndole las palabras que oyó el buen ladrón
en la cruz: <>.
De cuando en cuando le hacía rezar el acto de
contrición u otra breve oración.
((**It2.366**)) Don
Bosco cumplía este ministerio con serenidad,
afecto y calma; pero su calma era sólo aparente,
sostenida a fuerza de voluntad. En esas noches no
logró nunca vencer el estremecimiento que le
ocasionaba una compasión inmensa, ni tampoco
conseguir esa especie de indiferencia, hija de la
costumbre. La débil llama de una vela, el silencio
sepulcral del ambiente, el monótono paso del
centinela por el corredor, el correr del tiempo,
la inminente llegada de la hora fatal, le
ocasionaban una angustia que a duras penas lograba
reprimir. Y después, los sobresaltos del
condenado, vencido un instante por el sueño, una
palabra entrecortada, expresión de un pesar, una
confidencia, un temor; a veces un apretón
convulsivo de manos, luego, un ponerse en pie
agitado, dar unos pasos, girar en derredor los
ojos extraviados y ya secos de tanto llorar, para
caer enseguida en el banquillo como víctima de un
desmayo. Todo esto eran heridas dolorosas para el
sensible corazón de don Bosco. Pero su heroica
caridad no le abandonaba. Solía llegar a
medianoche don Cafasso y a veces, el teólogo
Borel. Don Bosco daba entonces su último adiós al
prisionero y volvía a casa, extenuado y
calenturiento. El no prolongó nunca esta vela
hasta el amanecer y se sentía incapaz de acompañar
al condenado hasta el cadalso. Pero una vez se vio
obligado a sufrir esta violencia, superior a sus
fuerzas. Había en Turín el año
(**Es2.278**))
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