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CAPITULO XXXIX
DON BOSCO Y LOS CONDENADOS AL
PATIBULO
DON Cafasso, narraba don Bosco, era el ángel de la
misericordia de Dios con los infelices que eran
condenados al patíbulo por sus delitos. Su caridad
no conocía límites, no reparaba en incomodidades;
aun sin ser llamado, corría a cualquier parte del
reino. Había obtenido del Señor una gracia
especialísima. Ni uno solo de los muchos
condenados, por él asistido en sus últimos
momentos, murió sin haberse reconciliado con Dios,
dejando fundada esperanza de su eterna salvación.
Es más, un buen número de ellos, penetrados por el
fervor de sus exhortaciobes, se resignaba con gran
tranquilidad a su suerte. Hasta se observó en
alguno que esperaba el golpe fatal con la sonrisa
en los labios, al extremo de que un verdugo
exclamó en presencia del mismo don Cafasso:
-La muerte ya no es muerte: es un consuelo, un
placer, una fiesta.
Don Bosco seguía los ejemplos de su querido
maestro, cuyo espíritu vivía en él de lleno.
Apenas se corría la voz de la inminencia de una
sentencia capital contra alguno, don Bosco,
siguiendo las indicaciones de don Cafasso, en las
visitas semanales a las cárceles del Senado, se
acercaba al desgraciado y, poco a poco, trataba de
prepararlo a confesarse, ((**It2.365**)) si aún
no lo había hecho. Leída la sentencia de muerte,
tocaba al sacerdote aliviar con el bálsamo de la
religión a aquella pobre alma destrozada. Esto no
resultaba siempre cosa fácil:
había algunos que rehusaban, entre blasfemias, los
sacramentos y protestaban que querían morir sin
confesarse; otros, enfurecidos, intentaban
suicidarse para escapar a aquella deshonra. Hubo
quien, por odios inveterados, no quería perdonar y
con fría desvergüenza parecía despreciar a Dios y
a los hombres, y quien, como enloquecido,
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