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a ninguna iglesia, y entonces no contarían con
ellos ni los párrocos ni don Bosco, con grave
perjuicio para sus almas. Para evitar este
peligro, añadió don Bosco, sería muy útil que cada
parroquia tuviera un lugar determinado, donde
reunir y entretener a estos jovencitos en
agradable recreo.
-Esto no es posible; no tenemos locales, ni
personal para ello.
-Entonces?, preguntó don Bosco.
-Entonces, concluyeron los párrocos, por ahora
haga usted como crea conveniente. Entre tanto,
nosotros nos reuniremos y deliberaremos lo que nos
parezca bien.
En efecto, se reunieron poco después todos los
párrocos de Turín y discutieron el asunto de si
había que promover o rechazar los Oratorios. Hubo
su pro y su contra, pero al fin prevaleció
((**It2.358**)) la
opinión favorable. El párroco de Borgo Dora, don
Agustín Gattino y el teólogo Vicente Ponzati,
párroco de San Agustín, fueron los encargados de
llevar a don Bosco la respuesta concebida en estos
términos:
<>.
Permítasenos, al llegar aquí, una observación.
El párroco está ciertamente obligado a impartir
la instrucción religiosa necesaria a todos los
confiados a su cuidado; pero, cuando ve o sabe que
en este u otro lugar está ya debidamente atendida
esta instrucción, nos parece que cometería, por lo
menos una imprudencia, si se opusiese a ello. No
cometieron nunca tal imprudencia los párrocos de
Turín, amantes y deseosos como fueron siempre del
mayor bien de la juventud. Más aún, algunos de
ellos no sólo promovieron los Oratorios ya
existentes, recomendando a los padres y madres de
familia enviaran a ellos a sus hijos, sino que,
con el andar del tiempo, a costa de gastos
ingentes y no ligeros sacrificios personales,
implantaron otros nuevos. Tal hicieron, entre
otros, los párrocos de la Gran Madre de Dios, San
Pedro y San Pablo, Santa Julia, San Alfonso,
Nuestra Señora de la Salud, Sagrado Corazón de
Jesús, San Joaquin y la Paz. Por este medio
tuvieron la inmensa satisfacción de ver
apacentados los queridos corderillos de sus
parroquias y alejados de los lobos rapaces con
juegos honestos y campos de recreo. Por su parte
monseñor Fransoni, arzobispo de Turín, seguía
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