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en el correccional de la Generala; acogía en su
casa hasta diez muchachos salidos de las cárceles,
los mantenía, los educaba y los colocaba en
talleres de gente buena.
Gracias también a la ayuda del teólogo Carpano,
no tardó don Bosco en volver a abrir las escuelas,
suspendidas hacía casi seis meses. Dividió a los
muchachos, que limitó a doscientos por no poder
tener más, en tres clases y destinó una habitación
para cada una. Colocó en ellas los bancos de la
antigua capilla de San Francisco. Todas las
noches, después del cierre de los establecimientos
de la ciudad, acudían los muchachos para aprender
a leer en grandes carteles murales. Durante una
larga hora resonaba por aquellos ((**It2.348**)) prados
y campos cubiertos de hielo, la monótona cantinela
del abecedario, de las sílabas y oraciones
gramaticales simples y compuestas: tres coros
distintos se mezclaban, interrumpidos, ora uno ora
otro, por la voz del maestro. Desde que el
Oratorio estuvo en la Residencia de San Francisco
de Asís, comprendió don Bosco la necesidad de
enseñar, especialmente a ciertos muchachos
analfabetos, ya mayores, ignorantes del todo de
las verdades de la Fe. Veía que para adoctrinarlos
sólo verbalmente era preciso prolongar demasiado
su instrucción religiosa y exponerse a que,
aburridos, dejaran de asistir. Quería darles la
ocasión de poder estudiar el catecismo por sí
mismos; mas, por entonces, al no disponer de aulas
y maestros preparados y suficientes, debió limitar
esta clase a muy poca cosa. Pero, lo mismo en casa
Moretta que antes en el Refugio, las clases
nocturnas y dominicales procedieron con cierta
regularidad. Muchos jóvenes las aprovecharon y se
despertó en ellos el deseo de aprender,
correspondiendo así a los esfuerzos de don Bosco y
de sus colaboradores. También se daba un poco de
clase diurna a algunos dependientes comerciales,
de acuerdo con su profesión y su horario: se les
enseñaba aritmética, elementos de dibujo y algunas
nociones de geografía.
Don Bosco se ocupaba con todo su afecto de los
chicos de la calle, pero no descuidaba otra obra
de no menor importancia: la de preservar del mal e
instruir religiosamente a niños de familias
cristianas que habían recibido una buena
educación. Por eso, visitaba cada semana varias
escuelas públicas de la ciudad en las cuales
contaba con maestros buenos amigos. Ejercía su
misión educadora con un ameno catecismo razonado,
en las escuelas de los buenos Hermanos de La
Salle, ((**It2.349**)) en las
escuelas de Puerta Palacio y de San Francisco de
Paula, en el colegio de Puerta Nueva y en otras
partes. Suplía con gusto a cualquier profesor de
religión, ausente o enfermo,
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