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León XIII, en la lección del Breviario, dice: -En
un solo día se coronaron con la palma del martirio
diecisiete mil cristianos: entre ellos estaba el
Papa San Marcelino, que animaba intrépidamente a
los demás a soportar los tormentos hasta su último
aliento.
A la par hace notar don Bosco cómo, desde el
principio hasta nuestros días, la mayoría de los
tiranos y heresiarcas que atentaron contra la
pureza de la fe, los derechos espirituales y
temporales de la Iglesia y del Papado, cayeron
fulminados por la Justicia Divina, con desventuras
y muertes espantosas: y va mostrando cómo se
propaga la Fe, cómo surgen y florecen, a la sombra
del Papado, los Santos Padres, las Ordenes
Religiosas, que va mencionando a su debido tiempo,
y todo un ejército innumerable de santos.
Va resaltando de siglo en siglo la benéfica
acción de los Romanos Pontífices en todas las
naciones, la divinidad de la Iglesia Católica,
constantemente confirmada con hechos milagrosos, y
al final del libro recoge, como en un solo haz,
todo lo sucedido con la enumeración cronológica de
los Concilios Generales, desde el de Nicea al de
Trento, y de todos los Papas hasta Gregorio XVI.
Pero un buen católico es además un buen
patriota y don Bosco va exponiendo la historia
universal de la Iglesia Católica, sin olvidar las
glorias cristianas de su patria que, a menudo, va
indicando oportunamente. Así recuerda a los santos
mártires de la Legión Tebea, Segundo, Solutor,
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Adventor y Octavio que derramaron en Turín su
sangre por la fe el año 300 después de Cristo.
Celebra a San Máximo, obispo de Turín, muerto en
el 417, tan devoto de la Santísima Virgen, tan
amante de los pobres, y tan esforzado en el
combate de los errores de Nestorio y Eutiques, que
quiso mantener alejados de su diócesis, y que en
el Concilio Romano mereció ocupar el primer puesto
después del Papa San Hilario. Menciona a Agilulfo,
duque de Turín y después rey de Italia, muerto en
el 615: convertido del arrianismo, se esforzaba en
divulgar por sus estados la verdadera religión,
desterrando a los herejes, extirpando los últimos
restos de la idolatría, fundando con san Columbano
el célebre monasterio de Bobbio y erigiendo la
iglesia de San Juan Bautista en Turín. No olvida a
la princesa turinesa Adelaida, que en 1064 hacía
abundantes donativos a la iglesia de Santa María
de Pinerolo, en sufragio de las almas de sus
parientes difuntos. Recuerda la llegada de San
Francisco de Asís a Turín, la secta de los
flagelantes, el milagro del Santísimo Sacramento,
la caridad del beato Amadeo de Saboya; al beato
Sebastián Valfré, apóstol de Turín y de todo el
Piamonte; al padre Lanteri y a los Oblatos de la
Santísima Virgen; al entonces Venerable
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