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Pero aquella plaza no solamente le recordaba a
don Bosco ((**It2.316**)) aquel
momento de risa, sino principalmente otro
encuentro imborrable para su corazón. En los
Molinos vio por vez primera al chiquito Miguel
Rúa: tenía entonces sólo ocho años y era alumno de
los Hermanos de las Escuelas Cristianas. Dirigían
estos religiosos, desde 1830, unas escuelas de la
piadosa Obra de la Mendicidad instruida y las del
Municipio de Turín. Don Bosco había empezado con
ellos su ministerio sacerdotal y lo continuó
durante varios años, hasta más allá del 1851,
según lo atestigua el profesor Juan Turchi que, en
su juventud, oyó hablar de ello al mismo don
Bosco. Iba todos los sábados a estas escuelas,
especialmente a las de Santa Bárbara, y allí
pasaba una hora larga, dando charlas sobre
religión. Su fin era exhortar a los muchachos a la
frecuencia de los sacramentos y a confesarse bien.
Miguel Rúa, que se sentaba en aquellos bancos,
empezó enseguida a quererle, y contaba más tarde:
-Recuerdo que venía don Bosco muchos domingos a
celebrar la santa misa y predicar. Apenas entraba
en la capilla parecía que una corriente eléctrica
circulara por entre todos los niños. Se ponían de
pie, salían de su sitio, se amontonaban a su
alrededor y no quedaban satisfechos hasta lograr
besar su mano. Necesitaba un buen rato para poder
llegar hasta la sacristía. En aquellos momentos
los buenos Hermanos no podían impedir el aparente
desorden y nos dejaban hacer. Cuando llegaban
otros sacerdotes, aún piadosos y de autoridad, no
sucedía lo mismo. Y cuando en las tardes de
confesiones se anunciaba que había venido también
don Bosco, los otros sacerdotes se quedaban sin
trabajo, porque todos los muchachos querían
confiarle a él sus secretos. El misterio de la
atracción de don Bosco procedía del afecto activo,
espiritual, que notaban en don Bosco hacia sus
almas.
((**It2.317**)) Sucedió
que un día de agosto de 1845, un compañero de Rúa
le habló del Oratorio del Refugio y le enseñó una
corbata que le había tocado en una de las rifas
que don Bosco solía hacer. Le entraron ganas de
conocerlo y corrió con él al Refugio. Pero
precisamente en aquellos días don Bosco había
trasladado el Oratorio a los Molinos. Los dos
amigos acudieron allí enseguida: fueron recibidos
con tanta amabilidad que Miguel Rúa quedó
prendado. Don Bosco tenía ante sí al designado por
la divina Providencia para continuar su misión.
Miguelito sólo fue alguna que otra vez al Oratorio
o al Refugio, durante los tres años siguientes,
para ver a don Bosco. Pero don Bosco no le perdió
más de vista desde el primer día.
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