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toldos, casetas, puestos, carretillas,
subdivididos, a su vez, por calles y callejas. Es
el conjunto más singular que pueda imaginarse. La
calle que va hacia el norte sale al mediodía de un
amplio espacio cuadrado, cercado por tres lados de
amplios pórticos: se llama plaza de Milán y
también Porta Palazzo, ((**It2.312**)) porque,
a pocos pasos, está el palacio real. Al extremo
opuesto, esa misma calle se abre a otro espacio
cuadrado sin pórticos, llamado Plaza de los
Molinos, donde estaba el Oratorio de don Bosco.
Estas plazas, más pequeñas, forman un todo con la
plaza principal en la cual hay centenares y
centenares de vendedores, a los que acuden
compradores de toda la ciudad, especialmente para
abastecerse de víveres. Desde por la mañana hasta
hora muy avanzada reina en ella un maravilloso y
animadisimo ir y venir de gentes. A ellas hay que
añadir los carros de los hortelanos procedentes de
los pueblos vecinos, cargados de mercancías, la
multitud de vendedoras con sus canastas alineadas
en las inmediaciones, los titiriteros, los
copleros, los charlatanes, las floristas y los
barberos de aquellos tiempos, que afeitaban al
aire libre a las personas y esquilaban a los
perros; los grupos de curiosos desocupados, y las
pandillas de chavales que correteaban por todas
partes. Con todo ello tendrá el lector una
descripción bastante completa de la realidad. Los
mostradores estaban, en su mayor parte, a cargo de
vendedoras que se sentaban tras ellos como reinas
en su trono. Con ellas no se podía bromear, porque
corría por sus venas toda la sangre de la dignidad
ciudadana. Por antiquísima tradición exigían
respeto y trato de usted y de señora. Si un
comprador las tuteaba, respondían inmediatamente
con desdén:
-Señor, desde cuándo hemos comido juntos en el
mismo plato?
Lo cual no quita que fueran unas mujeres de
pueblo bonísimas, devotas de Nuestra Señora de la
Consolación y de un corazón que se les escapaba
por los poros. El Cottolengo y otras obras
piadosas, necesitadas de la caridad, recibieron
siempre el fruto de su generosidad. El que pasaba
entre ellas, para hacer la colecta, volvía a su
Hospicio con el carrito lleno de mercancías.
Pedimos excusas al lector por la digresión: nos
parecía necesario describir esta plaza y los
nombres de sus partes, porque fue el teatro de
varias escenas simpáticas de don Bosco, que a su
tiempo relataremos.
((**It2.313**)) Don
Bosco era conocido en aquel mercado. Las mujeres
hablaban frecuentemente de cómo atendía él a los
hijos del pueblo, de su catequesis en la capilla
de los Molinos. A más, iba él, de cuando en
cuando, a comprar fruta para regalarla a sus
muchachos. Muchos admiraban ya su virtud. Una
prueba indirecta de esta estima
(**Es2.240**))
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