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soltar palabras violentas desde las ventanas
contra ellos. Luego, pre sentaron graves quejas en
el Ayuntamiento de la ciudad, pintando aquellas
reuniones con los más negros colores. Tomando pie
de la rapidez con que los muchachos obedecían a la
menor señal de don Bosco, empezaron a decir que se
trataba de reuniones peligrosas; que de un momento
a otro aquellos juegos podían convertirse en un
movimiento revolucionario. íBuena revolución
podían levantar unos muchachos ignorantes, sin
armas ni dinero! Con todo, el rumor iba creciendo.
Calumniaban a los muchachos: decían que ocasiona
ban desperfectos en la iglesia y en el empedrado
del patio y que, si seguían reuniéndose por
aquellos alrededores, lo destrozarían todo;
invitaban finalmente a que les prohibieran el
empleo de la iglesia e ir a aquel lugar. En la
relación, enviada a la Alcaldía, se calificaba a
don Bosco de jefe de una cuadrilla de golfos,
holgazanes y alborotadores.
La Alcaldía, algo resentida, mandó llamar a don
Bosco y le preguntó si era verdad lo que se les
había referido. El, tranquilo y sereno, respondió
que no sabía nada y ((**It2.311**)) que
creía injustas aque llas acusaciones; que se
dignaran ir o enviar a alguien que pudiera
comprobar la realidad; que él estaba seguro de que
en la iglesia no había el menor daño. La Alcaldía
mandó un perito; éste comprobó la falsedad de lo
que habían afirmado los guardianes de los Molinos:
iglesia, paredes, pavimento, todo lo encontró en
su primigenio esta do. No había más que un rasguño
en una pared, hecho por un mu chacho con la punta
de un clavo. Por aquella nonada se armaba un
alboroto, como si se tratara del fin del mundo y
se invocaba la auto ridad del Municipio, como si
fuera a hundirse la ciudad.
-Acusado yo de promotor de revolucionese?,
decía don Bosco sonriendo, al contar este hecho a
sus amigos unos años después; íprecisamente yo,
que tuve el mérito de impedir una revolución que
hubiera hecho mucho ruido, una revolución de
mujeres!
Y describía a continuación un suceso
graciosísimo que tuvo lugar por aquel tiempo en la
plaza Manuel Filiberto. Forma esa plaza un
grandísimo octógono regular, rodeado de edificios
por todas partes. Es un mercado diario de toda
suerte de mercancías. Allí se vende lino, cáñamo,
seda, algodón, lana, telas, paños, calzados,
sombreros; toda suerte de vestidos confeccionados;
utensilios para la agricultura y herramientas;
recipientes de metal, de vidrio y de barro de toda
forma y tamaño; frutas del tiempo, frutas secas,
legumbres, cereales, animales de caza, aves,
pescado, comidas hechas... En fin, todo lo
necesario para la vida. Dos amplias calles se
cruzan en el centro y dividen al mercado en cuatro
verdaderos barrios de tinglados,
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