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Pero llegó el mes de julio y con él se rompía
el último hilo de esperanza para seguir en el
Refugio. Aunque la marquesa Barolo veía con buenos
ojos toda obra de caridad, como ya. se acercara la
hora de abrir su hospital, a saber, el 10 de
agosto de 1845, quería que el Oratorio saliera de
aquel lugar. Se le observó respetuosamente que los
locales destinados a capilla, a clase y a recreo
de los jóvenes no tenia comunicación alguna con el
interior del hospital; que las persianas eran
fijas y tenían los listones vueltos hacia arriba;
que se procuraría además hacerlo todo estorbando
lo menos posible; pero la buena Señora no quiso
ceder: era el ama y hubo que obedecerla.
Don Bosco estaba dispuesto a sufrir cualquier
desazón antes que abandonar a sus jóvenes, y así
se lo había manifestado claramente a la Marquesa.
Sin embargo, sentía una gran pena por no saber a
dónde llevarlos. Pensaba buscar un sitio por la
zona de <>;
pero el teólogo Borel intentó hacerle cambiar de
parecer y lo consiguió fácilmente, persuadiéndole
para que siguiera en la zona de Valdocco.
Sueños singulares vinieron a alentar a don
Bosco; le duraban toda la noche, como él mismo
refirió por primera y ((**It2.298**)) última
vez, a don Julio Barberis y a quien escribe estas
páginas, el 2 de febrero de 1875. Había en estas
misteriosas apariciones una maraña de cuadros que
se repetían con variantes y cosas nuevas, pero
siempre reproduciendo los sueños precedentes, y, a
la vez, con otros aspectos simultáneos y
maravillosos que convergían en un solo punto: el
porvenir del Oratorio.
He aquí la narración de don Bosco:
<>-Métete entre esos jóvenes y actúa.
>>Me metí, pero qué hacer? No había sitio donde
colocar a ninguno; quería hacerles el bien: me
dirigía a personas que estaban mirando desde lejos
y que habían podido ayudarme mucho, pero nadie me
hacía caso y ninguno me ayudaba. Me volví entonces
a aquella Señora, la cual me dijo:
>>-Aquí tienes un sitio; y me señaló un prado.
>>-Pero aquí, dije yo, no hay más que un prado.
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