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alemán; pero sucede con las lenguas extranjeras,
que si no se practican, a la larga se olvidan por
completo. Intenté una vez hace algún tiempo,
hablar con tres obispos alemanes, hospedados en el
Colegio Irlandés de Roma; pero yo disparataba y
ellos no me entendían. Los obispos, por su parte,
hablaban a prisa y yo no entendía nada. Tuvimos
que hablar en latín: entonces, a pesar de los
muchos disparates, podíamos entendernos. Porque en
latín, cuando se trata de cuestiones científicas,
resulta fácil hablarlo bien, pues se le tiene por
la mano; pero, el que quiera hablar en latín una
conversación familiar, por ejemplo, de los
cubiertos para la mesa, de las cosas de cocina, de
los instrumentos para las artes y oficios, de los
objetos del dormitorio, de aseo, etc., se
encuentra uno muy apurado. Hubo con todo un
experto sacerdote que escribió en buen latín un
tratado De Grillis capiendis... (El arte de cazar
grillos).
A estas palabras estallaron los muchachos con
una sonora carcajada. Los dejó terminar y siguió
diciendo:
-Sin embargo, hablando en serio, os diré que,
cuando tengáis ocasión y posibilidades, os
dediquéis a estudiar lenguas. Con cada lengua que
se aprende se derriba una barrera entre nosotros y
millones de hermanos nuestros de otras naciones, y
se adquiere capacidad para hacer el bien a algunos
y, a veces a gran número de ellos. He confesado a
muchos en latín y en francés. Hasta el griego me
sirvió en una ocasión para entender en el hospital
del Cottolengo la confesión de un católico
oriental. íAh, si pudiéramos alcanzar con nuestra
caridad al mundo entero para llevarlo a la Santa
Iglesia y a Dios!
Mientras tanto, se tuvo el catecismo cuaresmal,
a diario, en el Refugio para preparar a los niños
y a los muchachos mayores al cumplimiento del
precepto ((**It2.280**)) pascual
y a las primeras comuniones. Pero, como creció
extraordinariamente el número y faltaban locales,
don Bosco y el teólogo Borel pensaron en buscar un
edificio, donde instalar algunas clases con sus
respectivos catequistas. Al norte del Refugio, a
la orilla derecha del Dora, estaba la iglesia de
la Santa Cruz, con un atrio y un hermoso patio. Es
conocido vulgarmente este sagrado lugar por el
cementerio de San Pedro ad Víncula, porque en él
se enterraba a los difuntos antes de haber
edificado el nuevo camposanto general: allí
estaban las tumbas de distinguidas y nobles
familias. Parece que el teólogo Borel, con la
simple autorización del cura de San Simón y San
Judas y el asentimiento del Capellán, llevó allí
un buen número de jóvenes, a los que explicó el
catecismo hasta el comienzo de la Semana Santa.
Los catequistas estaban
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