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((**Es2.214**) aquel momento y no había visto ningún milagro en aquella curación. Y mandó callar a todos. Un soldado se atrevió a replicar y el sargento lo mandó encerrar en el calabozo. Mas su impiedad no quedó sin castigo; a causa de un gran delito fue condenado a diez años de cárcel. El infeliz, víctima de profunda rabia, blasfemaba y no podía resignarse a la pérdida de la libertad. En esto, vio colgado en la pared un cuadro con la imagen de la Dolorosa: se sintió como poseído por un furor diabólico y, buscando una cerilla, la encendió para quemar el cuadro. Pero, mientras iba a realizar su loca impiedad, sintió de pronto una fuerza misteriosa que lo agarraba y detenía. Espantado, mira alrededor. No ve a nadie. Se da perfecta cuenta de que es una fuerza del cielo la que lo aferra. Se cambian enteramente los sentimientos de su corazón. Cae de rodillas y rompe a llorar amargamente. Pidió un sacerdote, se confesó, recibió la absolución y quedó poseído de una alegría indescriptible. Su conversión fue semejante a la de Saulo en el camino de Damasco. A partir de aquel momento se empeñó constantemente en expiar sus culpas con resignada y alegre obediencia al duro reglamento carcelario y en reparar sus escándalos con el buen ejemplo y las buenas palabras, logrando así que muchos de sus compañeros de castigo, aún los más obstinados, se pusieran en paz con Dios con una buena confesión. Cuando por fin salió ((**It2.277**)) de la cárcel, continuó siendo modelo de virtudes cristianas y ciudadanas, al punto de que, en breve, volvió a recobrar el honor perdido y la estima y confianza de sus conciudadanos. Su ejemplo tuvo imitadores en la constancia y fervor del cambio de conducta. Hubo quien, de vuelta a su casa, dejaba a los pobres ir a comer uvas a su viña y guardaba las que le quedaban para regalarlas a los enfermos en invierno. Destinaba todos sus haberes a obras de caridad. Salía siempre en defensa de la religión en cuanto oía algún desprecio de boca de malos cristianos, doquiera se encontrara. Venciendo todo respeto humano hacía callar en cafés y hosterías y en la misma calle, a quienes se atrevían a hablar inmoralmente. Y, si alguno le respondía recordándole su pasada conducta, exclamaba: -Es verdad, también yo hablaba así en otro tiempo, cuando pertenecía al regimiento de animales inmundos al que vosotros pertenecéis ahora. Agradecido a don Bosco por el gran bien que le había hecho, mantuvo siempre cordiales relaciones con él, fue insigne bienhechor de sus obras e iba con frecuencia a visitarlo. Con ésta y semejantes (**Es2.214**))
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