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aquel momento y no había visto ningún milagro en
aquella curación. Y mandó callar a todos. Un
soldado se atrevió a replicar y el sargento lo
mandó encerrar en el calabozo.
Mas su impiedad no quedó sin castigo; a causa
de un gran delito fue condenado a diez años de
cárcel. El infeliz, víctima de profunda rabia,
blasfemaba y no podía resignarse a la pérdida de
la libertad. En esto, vio colgado en la pared un
cuadro con la imagen de la Dolorosa: se sintió
como poseído por un furor diabólico y, buscando
una cerilla, la encendió para quemar el cuadro.
Pero, mientras iba a realizar su loca impiedad,
sintió de pronto una fuerza misteriosa que lo
agarraba y detenía. Espantado, mira alrededor. No
ve a nadie. Se da perfecta cuenta de que es una
fuerza del cielo la que lo aferra. Se cambian
enteramente los sentimientos de su corazón. Cae de
rodillas y rompe a llorar amargamente.
Pidió un sacerdote, se confesó, recibió la
absolución y quedó poseído de una alegría
indescriptible. Su conversión fue semejante a la
de Saulo en el camino de Damasco. A partir de
aquel momento se empeñó constantemente en expiar
sus culpas con resignada y alegre obediencia al
duro reglamento carcelario y en reparar sus
escándalos con el buen ejemplo y las buenas
palabras, logrando así que muchos de sus
compañeros de castigo, aún los más obstinados, se
pusieran en paz con Dios con una buena confesión.
Cuando por fin salió ((**It2.277**)) de la
cárcel, continuó siendo modelo de virtudes
cristianas y ciudadanas, al punto de que, en
breve, volvió a recobrar el honor perdido y la
estima y confianza de sus conciudadanos.
Su ejemplo tuvo imitadores en la constancia y
fervor del cambio de conducta. Hubo quien, de
vuelta a su casa, dejaba a los pobres ir a comer
uvas a su viña y guardaba las que le quedaban para
regalarlas a los enfermos en invierno. Destinaba
todos sus haberes a obras de caridad. Salía
siempre en defensa de la religión en cuanto oía
algún desprecio de boca de malos cristianos,
doquiera se encontrara. Venciendo todo respeto
humano hacía callar en cafés y hosterías y en la
misma calle, a quienes se atrevían a hablar
inmoralmente. Y, si alguno le respondía
recordándole su pasada conducta, exclamaba:
-Es verdad, también yo hablaba así en otro
tiempo, cuando pertenecía al regimiento de
animales inmundos al que vosotros pertenecéis
ahora.
Agradecido a don Bosco por el gran bien que le
había hecho, mantuvo siempre cordiales relaciones
con él, fue insigne bienhechor de sus obras e iba
con frecuencia a visitarlo. Con ésta y semejantes
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