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sino que alcanzaba del Señor la gracia con los
sacrificios a que se sometía generosamente para
este fin. Sus penitencias fueron siempre un
secreto, pero todos sabían que, antes de ir a las
cárceles o cuando volvía de ellas, se le veía con
los ojos humedecidos y enrojecidos, o con fuerte
dolor de cabeza o de muelas, que le duraba días
enteros. Y sucedía que, teniendo que ((**It2.275**)) cumplir
algún deber que requería tranquilidad, cesaba de
pronto la molestia, y terminado lo que tenía entre
manos, el dolor recobraba de nuevo su fuerza. Con
estos signos y otros, muchas veces repetidos, pudo
deducir su íntimo José Buzzetti, que Dios le
enviaba tales enfermedades a su ruego, y que le
eran después recompensadas con la deseada
conversión de algún obstinado.
Efectivamente, dijo una vez en confianza a don
Domingo Ruffino, que había pedido al Señor le
mandase a él la penitencia que hubiera debido
imponer a los presos. Y añadió:
-Si no la hago yo, qué penitencia podría
imponer a aquellos pobrecitos?
Por esto no me extraña que la Santísima Virgen
bajase a las cárceles para colaborar en el
apostolado de don Bosco, don Cafasso y el teólogo
Borel, animados del mismo espiritu de heroismo.
Ocurrió por entonces una admirable conversión,
cuya historia hemos oido de labios del mismo
protagonista.
Muy joven todavía, se escapó de casa; se alistó
más tarde en el ejército, donde ganó los galones
de sargento, y estaba acuartelado con su
regimiento en Nizza Marítima. Era un vicioso y
aborrecía todo lo referente a religión. Fue, por
curiosidad, a visitar el santuario de la Virgen
del Lago y vio con sus propios ojos cómo llevaban
ante la sagrada imagen a una jovencita paralítica,
casi moribunda. Observó su rostro cadavérico, oyó
las oraciones y los gemidos de los presentes, y
vio, de pronto, cómo el rostro de la jovencita
volvía a su color natural, que lanzaba un grito de
alegría y se ponía en pie totalmente curada. Era
un triunfo de la bondad de María. Quedóse el
sargento totalmente persuadido de la evidencia del
milagro; pero, en vez de conmoverse, se enfureció
contra Dios, cuya existencia negaba, pues
semejante hecho era la condenación de su conducta.
Más de cuarenta soldados habían ((**It2.276**))
presenciado el prodigio, porque solían ir, después
del relevo de la guardia, a visitar aquella
iglesia de tanta fama por toda la zona. Cuando
volvieron al cuartel, contaron entusiasmados a los
compañeros el milagro que habían presenciado. Pero
el sargento, enojado por sus conversaciones,
empezó a negar el hecho, llamando beatos y tontos
a los que lo afirmaban. Los soldados insistieron.
Entonces dijo a gritos, que estaba él presente en
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