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tiempo; y para tenerlo, hacía de la noche día,
velando largas horas.
Jamás hacía vacación: decía que en las vidas de
los santos no había encontrado el capítulo de las
vacaciones. Por todo recreo, después de comer, se
ponía enseguida a escribir y escribir a las
Autoridades y a los ricos, pidiendo ayuda para los
pobrecitos que la solicitaban; o bien iba a
visitar a los enfermos, a llevar limosnas o a
entenderse con otros sacerdotes para hacer el bien
por medio de santas misiones, ejercicios
espirituales, diálogos catequísticos. Respecto a
estos últimos, al decir de ((**It2.240**)) su gran
amigo don Cafasso, era tal vez el mejor orador de
la diócesis por su facilidad para hablar bien en
piamontés, por los refranes, ocurrencias y frases
ingeniosas que brotaban de sus labios, y por la
claridad con que explicaba cualquier dificultad
doctrinal, sirviéndose para ello de las
comparaciones más apropiadas: sobre todo, cuando
se trataba de hablar a la juventud, que constituía
sus delicias. Se daba tal maña para hacerse
entender de los más rudos e ignorantes, que
parecía practicaba lo que decía el venerable padre
Prepósito del Oratorio: El mundo es un necio, y
por tanto hay que predicarle neciamente. No se
puede saber cuántas veces predicó la palabra de
Dios, pues a menudo predicaba en cinco o seis
instituciones al día en Turín. También son
innumerables las confesiones que oía de penitentes
de toda clase y condición>>.
Don Bosco no cesaba de contar más tarde las
escenas edificantes y graciosas que le sucedían en
las cárceles y las industrias de que se valía para
alternar con los presos, y de las conversiones
inesperadas y maravillosas con que Dios premiaba
su caridad. Un día, en medio de los presos de una
sala, trataba de persuadirles a que cumplieran el
precepto pascual, cuando he ahí que le presentan a
uno que no quería saber nada de ello. El Teólogo
se le acerca y, entre broma y veras, lo agarra por
la solapa, lo arrastra un poco a la fuerza a otra
habitación y logra confesarle.
Otra vez, había ocho o diez de aquellos
granujas tendidos y medio dormidos a pleno sol.
Como vio el santo sacerdote que quedaba sitio, se
tumbó al lado de uno de los más reacios, y tapó
con el sombrero su cara y la de él. El tipo aquel
se despertó, y al oír las risas de los demás, se
levantó aturdido. Pero el teólogo Borel lo detuvo,
se lo llevó consigo aparte, lo confesó y lo dejó
en paz. Aquel día confesó a otros varios con
industrias parecidas y ((**It2.241**)) decía,
por la noche, mientras se quitaba la sotana:
-Demos gracias a Dios; hoy hemos hecho una buena
pesca.
Don Bosco y don Borel, en cuanto se conocieron,
empezaron a quererse y a ayudarse mutuamente para
hacer el bien. <(**Es2.189**))
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