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Aborrecía la mentira, la doblez, la trampa
indecorosa: sus actos, sus palabras eran siempre
sinceras. Solía repetir el est, est y el non, non
del Evangelio, con edificación de cuantos le
trataban. Esta su sencillez le hacía afable con
todos, sin acepción de personas; y era muy querido
y respetado por todos hasta por su cortesía y la
donosura de sus modales. Usaba siempre palabras y
expresiones de gran caridad, jamás de adulación:
cuando alababa a alguien, su alabanza era
verdaderamente sincera. No conocía el respeto
humano para sostener los derechos de Dios y de la
Iglesia, y, aunque enemigo declarado del error,
respetaba y amaba a los equivocados, de modo que
aun estos estaban persuadidos de la sinceridad de
su afecto y de que no los engañaba.
Esta su sencillez tenía tal aspecto de bondad,
que le atraía toda clase de personas, grandes y
pequeñas, doctas e ignorantes. Pero no era
candidez, ((**It2.222**)) pues se
oponía a cuanto pudiera comprometer la conciencia
o aun sólo desdecir de la dignidad sacerdotal de
que estaba revestido. Sin embargo, los hombres
superficiales y mundanos, al verle entregado por
completo a los hijos del pueblo bajo, en vez de
aspirar a una carrera honrosa y lucrativa, le
tenían, sobre todo a los comienzos, por un
visionario. <>. Esta observación explica muchas cosas
respecto a don Bosco. Los fanáticos de novedades
no se fijaron entonces en él, y lo juzgaron un
hombre de escasa estima o, si se quiere, un
pacífico filántropo. Así pudo don Bosco llevar
adelante, poquito a poco, sus fundaciones para
bien de la religión y de la patria, ganándose la
estima y el apoyo de los que, sin prevenciones y
con una brizna de cordura, conocieron a fondo la
importancia de sus proyectos, fruto de su prudente
previsión.
En las aspiraciones que se despertaban en los
pueblos, entendió que había que aprobar lo que
tenían de bueno y moderar pacientemente lo mucho
que tenían de malo. Vio que el torrente de la
revolución crecía sin cesar y que, al fin,
llegaría a ser tan devastador que echaría por
tierra y revolvería cualquier obstáculo. Entendió
que presentarle cara era humanamente imposible o
exponerse a lograr el efecto contrario. Por eso,
se puso en marcha junto a las márgenes de este
torrente, cuidando, ante todo, de no dejarse
arrastrar por sus aguas. Trató de sacar del
torbellino a cuantos pudo de aquellos desgraciados
que perecían en él; apartó a muchos de las orillas
a las que confiadamente se acercaban; levantó
diques en las cavidades donde
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