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Entonces el Arzobispo hizo saber al Magisterio
de la Reforma que desaprobaba la asistencia de los
eclesiásticos a la escuela de metodología y mandó
exponer en las sacristías de la ciudad una nota
manuscrita en la que prohibía al clero frecuentar
las lecciones de Aporti. El Rey se enfureció y
protestó que no serían revocados ni el
nombramiento de Aporti ni las escuelas de
metodología. Clandestinamente, algunos consejeros
sectarios, a los que Carlos Alberto prestaba oído
demasiado incautamente, alimentaban cada vez más
su indignación. Una de sus artimañas para engañar
al Rey era la de hablarle mal de monseñor Fransoni
y desacreditarle con la calumnia, ya que la
cordura, la virtud, la férrea rectitud de este
gran prelado eran un obstáculo para sus planes. Se
cruzaron cartas entre el Soberano, que estaba en
Racconigi, y el Arzobispo, que fue a entrevistarse
con él para exponerle de viva voz sus razones.
Carlos Alberto se mantuvo reservado en la
recepción, no pudiendo disimular los afectos que
le agitaban, después de aquietó, le escuchó
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terminó diciendo que quedaba plenamente satisfecho
de sus declaraciones. Sin embargo, muy pronto
volvió a encenderse la indignación del Rey. Había
Monseñor reprendido a un párroco de la ciudad por
haber permitido que Aporti celebrara misa en su
iglesia sin autorización de la Curia. Era una
obligación prescrita por los Sínodos, un acto de
debido respeto que Aporti no había prestado a la
autoridad eclesiástica y que era necesario para no
incurrir en suspensión. Tal vez los cortesanos
presentaron este acto al Rey como una ofensa que
se quería inferir a su persona. A partir de ese
momento empezó a interponerse la desavenencia
entre dos personas que hasta aquel punto se habían
querido sinceramente. Aporti crecía tanto en el
aprecio del Rey, que más tarde lo propuso a Pío IX
para ser consagrado arzobispo de Génova, y lo
nombró senador del Reino.
Con todo, el Soberano iba de buena fe, mientras
el Arzobispo no actuaba influenciado por simples
sospechas. Había recibido desagradables noticias
de personajes, bien informados de las cosas
secretas, y del mismo don Bosco. El joven
sacerdote contaba ya con la intimidad de personas
influyentes, de toda clase de ciudadanos. Tenía
amigos entre los empleados del Gobierno, entre los
oficiales del palacio real y del ejército y entre
los profesores de la Universidad. Y sucedía que,
unos por leal amistad, otros por imprudencia en el
hablar, provocada por preguntas intencionadas,
otros, en fin, por estímulos de conciencia
timorata, manifestaban lo poco o mucho que
conocían por sospechas, por ciertos indicios, por
conversaciones indiscretas
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