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ni manifestó sentimiento alguno de vanagloria. No
tenía más miras que la gloria de Dios y la
salvación de las almas y, desconfiando de sí
mismo, no imprimió ninguna obra sin someterla
antes a la revisión eclesiástica, obedeciendo en
todo a las leyes de la Iglesia.
A un mismo tiempo, lejos de aspirar, en su
humildad, a la fama de hábil y correcto escritor,
dotado como estaba de serios estudios, se propuso
emplear siempre un estilo sencillo en sus libros.
Lo que a él le preocupaba era que los obreros
vulgares y las mujeres del pueblo comprendieran
las verdades de nuestra santa Religión y elevaran
sus corazones a Dios. Para alcanzar este fin,
después de redactar un escrito y antes de enviarlo
a la imprenta, acostumbraba a leerlo a personas de
escasa instrucción y les preguntaba si habían
entendido. Si le decían que no, por una u otra
frase o palabra, o por ideas demasiado científicas
o difíciles, retocaba, corregía, cambiaba, volvía
a redactar períodos enteros una y otra vez, hasta
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persuadirse de que lo entendían todo. Así aprendió
el procedimiento a seguir para, en la predicación,
hacerse entender por las personas más ignorantes.
Sin embargo, aun evitando el estilo ampuloso y
demasiado elegante, sabía unir la pureza y
propiedad del lenguaje con la gracia y la
claridad, a fin de que sus obras resultaran
agradables y provechosas a toda clase de personas.
Por eso las leían con avidez los jóvenes y el
pueblo. El primer examinador de sus libros, decía
don Angel Savio, fue el portero de la Residencia
Sacerdotal.
Ahora vamos a contemplar a don Bosco con la
pluma en la mano hasta morir. Tenía siempre en su
memoria la querida figura de Luis Comollo.
Resonaban todavía en sus oídos las palabras de una
de las noches de delirio, anteriores a su muerte,
cuando gritaba contra los enemigos de su alma:
<> palabras que anotó en
sus manuscritos y que tantas veces repitió en sus
memorias.
Le habían impresionado varias gracias obtenidas
de Dios por la intercesión del santo joven, según
decían, y sobre todo un hecho singular que guardó
en el secreto y, que en los últimos días de su
vida, le confió don Bosco a un familiar suyo.
Unos cuatro años después de la muerte de
Comollo, algunos seminaristas, compañeros suyos,
ansiosos de reconocer el cadáver, se concertaron
secretamente, sin que lo supieran los superiores
del Seminario, para abrir su tumba. Quitaron la
losa de piedra, bajaron al subterráneo,
encendieron unas antorchas, y vieron el ataúd
colocado
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