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parte de Valdocco, deteniéndose en ((**It2.182**)) las
avenidas a contemplar desde allí aquellos
edificios y aquella cúpula, que le recordaban a un
hombre, tal vez el único en el mundo, que le había
profesado estima y afecto sinceros.
También un hijo suyo frecuentó el Oratorio. Era
bonísimo y se confesaba con don Bosco, a quien
quería mucho. Deseaba seguir la carrera
sacerdotal. Pero, cuando supo que, por la
profesión del padre tenía cerrado el camino del
sacerdocio, se afligió tanto que cayó enfermo, se
agravó rápidamente y murió asistido por don Bosco.
Don Bosco, pues, bien visto por los guardianes
y querido por los presos, iba a predicar a las
cárceles del Senado, la Generala y los
Correccionales. De ordinario predicaba el jueves y
decía después a los detenidos:
-Volveré a haceros una visita el sábado; pero,
espero que me hagáis un buen regalo.
-Qué quiere que le regalemos?
-Algo grande, muy grande; si no, es inútil que
yo venga: con miserias de poca monta, no sabría
qué hacer.
-Pues bien: diga lo que quiere, estamos
dispuestos.
-Que cada uno me dé su parte; pero cosas
gordas, cosas gordas.
Ellos entendían que se trataba de confesarse y
se echaban a reír.
-Bueno, decía uno: yo el primero, que tengo
cosas más gordas que éstos.
-No, aquel de allá, las ha hecho más gordas que
tú, añadía otro señalando a un compañero.
Un tercero replicaba a éste:
-Anda, tú sí que eres una buena pieza, que nos
das punto y raya a todos.
-Sí, venga, venga; gritaban a coro. Ya verá qué
buenas historias nos tendrá que oír contar.
((**It2.183**)) -Así me
gusta, concluía don Bosco. Que valga la pena
ponerse a confesar.
-No lo dude, exclamaban los detenidos
acercándose cada vez más a él. Iremos, iremos.
-Yo hace ya diez años que no me confieso.
-Yo veinte.
-íYo treinta!
Todos reían y don Bosco con ellos. Y se
separaban prometiendo volver a verse el sábado.
El sábado volvía don Bosco a las cárceles. Los
presos que querían
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