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((**Es2.144**) ni me suelten: estaba resuelto a herirle a usted para así ser castigado por la justicia. A lo que parece, aquel infeliz hablaba en broma, pero don Bosco sabía que de cierta gente no se podía uno fiar demasiado. Sin embargo, él se las arreglaba para atraerlos a los pies de Jesucristo. Pero estos felices resultados no se podían lograr sin una grande y continua prudencia. Estaban los guardianes con cuya benevolencia había que contar para obtener libre acceso y para que no pusieran estorbos o impedimentos para el bien que se deseaba hacer a las almas. Estos, ya sea por su oficio, ya sea por estar no sólo separados de la sociedad, sino hasta despreciados por el consorcio civil, se vuelven sombríos, bruscos e inclinados al desprecio. Una ligera infracción del reglamento carcelario por parte del sacerdote, una palabra de compasión para los encarcelados mal interpretada podía ser causa de un mal informe ante la autoridad, que prohibiría la entrada en las cárceles. Por eso don Bosco trataba a los carceleros con mucha deferencia y expresiones de estima y amistad, que en muchas circunstancias eran ciertamente fruto de gran virtud. Su tranquilidad para disimular sus descortesías, su espíritu de caridad para interceder por los que eran castigados, su generosidad para hacer llegar a sus manos, con delicados pretextos, no pequeñas propinas y otros regalos, le habían conquistado un gran ascendiente sobre ellos. ((**It2.180**)) Un solo hecho vale por mil. Un día salía don Bosco de las salas de los presos. Como no había ningún guardia para acompañarle hasta la puerta, se equivocó de escalera y entró en una habitación, que nunca había visto hasta entonces. Encontróse allí con un hombre, su mujer y su hija, los cuales, al verlo aparecer, quedaron cortados y sin saber que decir. Era el verdugo. Al darse cuenta don Bosco de la equivocación y de donde estaba, les saludó cordialmente con los buenos días. Aquella gente, no acostumbraba a recibir visitas y a ser tratada con respeto, correspondió al saludo y le preguntó qué deseaba. Don Bosco, ya dueño de sí mismo, dijo: -Miren ustedes: me siento muy cansado y necesitaría un poco de café; tendrían la bondad de dármelo? -Sí, sí, con mucho gusto, respondió la familia alegre y presurosa. La hija corrió a prepararlo. El verdugo miraba a don Bosco maravillado y un tanto conmovido: -Pero, don Bosco, sabe usted en qué casa ha entrado? -Claro que lo sé: en casa de un buen hombre. (**Es2.144**))
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