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abandonado; y adquiría tal ascendiente sobre ellos
que, al presentarse, le recibían con alegría y
cordialidad.
Entonces don Bosco, con su persuasiva palabra,
les enseñaba y explicaba la doctrina cristiana.
Muchas veces acrecía el interés de sus
instrucciones con comparaciones graciosas y
familiares, con ingeniosos apólogos o con
parabolas del Santo Evangelio adaptadas a su
inteligencia y a sus necesidades espirituales. No
dejaba de exponer algún hecho extraordinario,
sacado de la Sagrada Escritura o de la Historia
Eclesiástica, como prueba de lo que enseñaba. Sus
amenas relaciones hacían siempre deseables sus
conferencias. Con este método aprendían fácilmente
los presos y no olvidaban las verdades y preceptos
del catecismo, y penetraba en sus corazones la
condición y la fe del amable maestro. De esta
manera, hasta los más obstinados se daban por
vencidos, acogían los buenos propósitos que les
inspiraba la gracia divina y, poco a poco, se
sentían impulsados a una buena confesión.
Pero este ímprobo trabajo no procedía con la
regularidad de quien desea llegar a la meta y va
adelante ganando siempre terreno. Ora quedaba
interrumpido y había que volver a empezar, ora se
disipaba como el humo y había que empezar por el
principio. La llegada de nuevos detenidos, cada
semana, acostumbrados al delito, las medidas
disciplinares con las que el Director se veía
obligado a castigar ((**It2.177**)) sus
rebeliones, las riñas y los odios entre ellos por
fútiles motivos, las sentencias del tribunal, más
graves de las esperadas, disipaban las esperanzas
del buen sacerdote, el cual, no obstante, con
ejemplar constancia y fortaleza, volvía a empezar
sus trabajos y los seguía imperturbable.
Entretanto rezaba, se encomendaba a las oraciones
de los Centros donde ejercía el sagrado ministerio
y repetía esta frase que le era familiar: <> 1.
No se cansaba nunca de redoblar las solicitudes
y visitas y de repetir el catecismo y
exhortaciones, hasta cuando no querían oírle o le
escuchaban con indiferencia. Don Bosco no veía en
ellos más que una alma preciosa, hermosísima,
aunque afeada, destinada al cielo y que él debía
salvar. En efecto, como afirma el teólogo Borel,
no se quejaba nunca de las muchas incomodidades e
ingratitudes.
Con su mirada finísima y, diríamos, casi
espiritual, don Bosco estudiaba las inclinaciones
y deseos de cada individuo, sus luchas internas y,
de pronto, encontraba y descubría suavemente en
sus corazones
1 Filipenses, IV, 13.
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