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a ir por el Oratorio, cuando tuvieran la suerte de
salir de aquel lugar de castigo. No descuidaba al
mismo tiempo a los adultos. Visitaba uno a uno los
distintos departamentos. Porque entonces los
presos no estaban separados en celdas, sino
reunidos en departamentos para veinticinco o
treinta personas, sin más que un jergón que les
servía de cama, de mesa y de silla. Allí estaban
juntos los encerrados por primera vez y los
reincidentes; éstos daban lecciones de robo y de
pecado a los primeros; y con su influencia y sus
burlas destruían el bien que el remordimiento o la
palabra sacerdotal habían empezado a sembrar hasta
en el corazón de los más pervertidos, los cuales
quedaban de este modo cohibidos por el temor y el
respeto humano. Los más viejos, con toda
desvergüenza, se gloriaban de los delitos
cometidos y se atribuían tantos mayores motivos de
superioridad, cuanto mayores eran las condenas que
habían
merecido. Así que, en las cuestiones que surgían,
queriendo decir ellos la última palabra,
respondían a los contrarios:
-Sí; vais a darme lecciones a mí, que ya he
estado en galeras?
((**It2.174**)) Cuando
don Bosco aparecía por vez primera en aquellos
antros, a veces, el que aún no le conocía le
despreciaba e insultaba atrozmente con injurias,
apodos bajos y malignos, alusiones infamantes para
un sacerdote. Aquella pobre gente, embrutecida por
las pasiones, no hubiera soportado correcciones ni
reproches. Don Bosco dominaba todo resentimiento y
se mostraba tranquilo y sonriente aún cuando le
respondiesen a sus delicadezas con groserías,
insultos y hasta amenazas. Dejándose guiar por su
fina prudencia, y sabedor de que para alcanzar el
fin conviene ser discreto, al principio se
limitaba a breves visitas, les hablaba con
afectuoso respeto, daba a los de más edad el
tratamiento de "Señor", les demostraba gran
compasión y vivo deseo de aliviar sus penas, los
hacía reir con algún chiste, y como el amor nace
del propio provecho, les atribuía socorros y
regalos. Su paciencia inalterable les impresionaba
y apaciguaba.
La caridad preparaba sus triunfos. Muchos de
aquellos desgraciados, a lo mejor, no habían oído
en su vida una palabra cariñosa. Rechazados por la
sociedad, castigados por la justicia, traicionados
por los compañeros, envilecidos ante el mundo,
degradados a sus propios ojos, sin ninguna ayuda
para poder levantarse, furiosos por la privación
de la libertad, vivían sólo del odio. Con esta
clase de gente no valen razonamientos; responden
alzando los hombros, con una imprecación o con una
blasfemia. Sólo el amor sincero, el amor de obras
y no de palabras, el amor de sacrificio, es el
lenguaje que les
(**Es2.140**))
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