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Frecuentaba los sacramentos, leía y citaba
constantemente la Sagrada Escritura, de la que
sacaba provechosas enseñanzas, y asistía
normalmente a novenas y otras prácticas públicas
de piedad.
Pero Carlos Alberto mantenía siempre vivas las
fantasías de gloria vislumbradas en sus sueños
juveniles. Quería suceder a Austria en el dominio
de la Alta Italia para convertirse sinceramente en
escudo y espada del Papado. Estaba resuelto a
vencer o morir por ello. Personajes de gran
autoridad, unidos a los aduladores, atizaban de
continuo su pasión; llenaban sus oídos con
palabras de profunda veneración por la Iglesia, de
gran celo por la causa de Dios, y las envolvían
con lamentos ante el amenazador peligro para la
Santa Sede, de la presencia de los austriacos en
Italia. Los hipócritas, que anhelaban convertir a
la Iglesia en esclava del Estado, si les fuere
posible, clamaban contra las leyes de José II, y
declaraban que la liberación de los obispos y
clero lombardos de la opresión en que vivían,
equivalía a la liberación de los cristianos de
Siria de la tiranía de los turcos.
Este lenguaje, sostenido por gente astuta
durante largos años, privó del todo a ((**It2.3**)) Carlos
Alberto de la luz que necesitaba para discernir la
verdad 1.
Manifestaba sus simpatías por el conde Hilarión
Petitti Promis, conde Federico Sclopis, conde
Gallina y Roberto de Azeglio, carbonarios y
conjurados del 1821 los dos últimos y todos ellos
defensores de las nuevas ideas liberales y
consejeros de las libertades políticas. Ellos le
aconsejaban y él se imaginaba que podía valerse
del concurso de las sectas como de un instrumento
que luego podría él mismo destruir, una vez
alcanzada la meta. En efecto, invitados por los
liberales del Piamonte, llegaban a Turín
secretamente los jefes de las sociedades secretas
de toda la península, convencidos por experiencia
de que no conseguirían nada con revoluciones
violentas. Eran introducidos de noche en palacio,
a través de las guardarropas y armerías, y
sostenían audiencias clandestinas con Carlos
Alberto. Y como estas sectas estaban entonces
dispersas y carecían de unidad de criterio, no
tenían disciplina, ni esperanza de éxito, ni un
plan determinado; se trataba de organizar fuerzas
y encauzarlas hacia aquella finalidad,
aparentemente común a todas las sectas:
Nacionalidad libre e independiente. Salían de
Turín misteriosos y secretos mensajes hacia todas
las regiones italianas y hasta Bruselas y París. Y
fundaba, entre tanto, el conde Camilo Cavour el
Club della Societá del
1 Solaro de la Margherita, Memorandum.(**Es2.14**))
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