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((**Es2.136**) se dieran cuenta de su presencia ((**It2.168**)) no se movió; ella es quien, cuarenta años después, contaba el hecho sin declarar personas ni lugares. El viejo siguió: -Díme, te examinaste de confesión? -Sí; pero en estos momentos cualquier sacerdote puede absolver, aunque no tuviera licencias. -Bosco, tengo que hacerte una confidencia; compadéceme... perdona mi flaqueza, no me reprendas... tengo que manifestarte un secreto. -Hable, hable, ya sabe cuánto le quiero. -Pues bien: de jovencito tuve la desgracia de caer en pecado mortal y desde entonces sentí tanta vergüenza, que nunca me atreví a confesarlo. Todas mis comuniones, incluso la primera, fueron sacrílegas. Tenía miedo de que el confesor me perdiera la estima que me tenía. -Pero ahora, en la última confesión, lo ha declarado todo? -íLo he callado también! ayúdame tú. -Con mucho gusto; tenga plena confianza en el Señor, que es tan bueno y que murió por usted. El anciano se confesó, con los sentimientos del más profundo dolor. Don Bosco le absolvió. Apenas recibida la absolución, el moribundo alzó los ojos al cielo, levantó los brazos y exclamó: -íBendita sea por siempre la infinita misericordia de Dios! Y diciendo esto, cayeron sus brazos sobre el lecho. Había expirado. El 31 de agosto de 1844 una rica señora, esposa del embajador de Portugal, debía trasladarse de Turín a Chieri para despachar algunos asuntos. Como era persona católica, quiso antes arreglar las cosas del alma. Y fue por la mañana a la iglesia de San Francisco de Asís. No conocía a don Bosco, ni don Bosco se había encontrado jamás con ella, ni podía suponer ((**It2.169**)) quien era, puesto que vestía muy humildemente. No estaba el confesor ordinario de la señora. Esta rezaba con aire recogido y devoto, y se sintió impulsada a confesarse con él. Don Bosco la escuchó, y le impuso la penitencia, consistente, a lo que parece, en hacer una pequeña limosna en determinadas circunstancias de aquel mismo día. -Padre, no puedo cumplirla, observó la señora. (**Es2.136**))
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