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los últimos momentos; y, a veces, acudía por
propio impulso al lecho de quien se enteraba no
estaba preparado para la muerte. Y no temía
frecuentar aquellas salas y contraer las
enfermedades de pobres pacientes, como atestigua
don Rúa. Así continuó hasta 1870.
No se olvidaba, entretanto, de la pequeña Casa
de la Divina Providencia y de la invitación que le
había hecho el venerable Cottolengo. Aunque era él
todavía joven, había allí muchísimos enfermos que
deseaban confiarle sus culpas y las penas que les
angustiaban. Sucedía a veces que no podía volver a
la Residencia hasta bastante tarde, cuando los
residentes ya habían rezado el rosario. El teólogo
Guala, aunque debía saber el permiso que tenía de
don Cafasso, no dejaba de reñirle a su llegada.
-Hay que volver a la Residencia a la hora
establecida.
Don Bosco, sin defenderse, sin enfadarse,
respondía humildemente:
-íHabía tanto que hacer en el Cottolengo!
Y replicaba el teólogo:
-íHay que cumplir el horario: lo que quede, lo
hará otra vez!
Parece que el Rector hablaba así para poner a
prueba la virtud del alumno. En efecto, le dejó
seguir con sus visitas, tan provechosas para las
almas, varios días a la semana; y don Bosco dio en
ellas pruebas de heroísmo sacerdotal sorprendente.
Don Bosco no dejó de ir a aquellas enfermerías
donde encontraron los cuidados más afectuosos
muchos de los jóvenes del Oratorio hasta 1874. Ya
desde el principio hasta ((**It2.163**)) 1860,
iba con frecuencia tres o cuatro veces al día,
llamado unas veces y otras, espontáneamente. Hacia
1845 estalló una epidemia de tifus exantemático y
don Bosco siguió asistiendo a aquellos pobrecitos:
se contaminó y conservó sus huellas durante toda
su vida, con no pequeñas molestias, según observó
y le oyó contar don Rúa. Don Sala, que arregló y
amortajó sus despojos, le vio reducido a un estado
que causaba compasión, con unos herpes corridos
por toda su piel, especialmente por la espalda. El
cilicio más áspero no hubiera podido atormentarlo
más horriblemente y quizás como tal se lo dio Dios
para que nadie pudiese conocer su extraordinario
amor a la mortificación y a la penitencia.
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