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En los sermones, en las conferencias, en sus
charlas a los jóvenes siempre tenía que dar algún
aviso sobre este asunto. Su anhelo era llevar a
todos al paraíso; ((**It2.158**)) su
temor, que alguien se apartara del buen camino. Se
dedicaba con celo ardoroso a la conversión de los
pecadores, gastando su vida, por así decir, en la
administración del sacramento de la penitencia.
Muy pronto se hizo famosa su caridad: al extremo
de que, cuando se sabía de algún infeliz que
rehusaba reconciliarse con Dios en punto de
muerte, acudían a llamar a don Bosco como al
hombre deseado, capaz de conducir a la salvación a
aquel desgraciado.
Confirmaba además sus enseñanzas con su
ejemplo: se confesaba regularmente todas las
semanas con don Cafasso. Y lo hacía, como lo
siguió haciendo siempre, públicamente y no en
lugar apartado, de modo que los fieles podían
observarlo. Y lo mismo en la preparación que en el
momento de confesarse y en la acción de gracias
daba a entender que practicaba un acto digno de
todo respeto, como establecido por el mismo
Jesucristo. En todas sus acciones copiaba el
divino modelo, que antes empezó a hacer y luego a
enseñar.
Vamos a verlo prácticamente. Fue por este
tiempo cuando empezó a actuar públicamente en
algunas iglesias de Turín predicando triduos,
novenas y ejercicios espirituales. Sus sermones
eran casi siempre una explicación o explanación de
algún texto de las Sagradas Escrituras, acompañado
de oportunas explicaciones dogmáticas y morales y
con un ejemplo edificante bien expuesto y
detallado.
Empezó también a confesar en la iglesia de San
Francisco de Asís, cada mañana durante algunas
horas. Pronto se supo de su caridad, su celo, su
rara prudencia y habilidad al preguntar. Se
contaban entre sus penitentes algunos de sus
compañeros sacerdotes; entre ellos don Giacomelli,
que lo escogió en seguida por su confesor. Es él
quien atestigua que don Bosco tuvo muy pronto un
numeroso ((**It2.159**))
concurso de fieles, que se agolpaban ante su
confesonario. Con tanto afecto los atendía que
parecía ser este ministerio el más agradable, el
preferido, el más conforme a su corazón. A
cualquier hora que le llamaran, se presentaba en
seguida, sin hacer jamás la menor observación en
contrario, ni por cansancio, ni por lo inoportuno
de la hora, ni por ninguna otra ocupación, salvo
la hora de clase. Su trato abierto inspiraba
confianza hasta a los mayores que él por edad o
dignidad. Cuando alguno se le presentaba en la
sacristía, pidiéndole confesión, a primera vista
advertía si era de los que tenían embrollos de
conciencia y sonriendo le decía:
-Le advierto, señor, que no querría gastar mi
tiempo inútilmente.
(**Es2.129**))
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