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((**Es2.128**) Esta viva confianza no sólo la abrigaba para sí, sino también para sus jóvenes y para el prójimo, al que sabía insinuársela admirablemente. Nos repetía con frecuencia: -íQué alegría cuando estemos todos en el paraíso! íSed buenos y no tengáis miedo! Pues qué? Creéis acaso que el Señor ha creado el paraíso para dejarlo vacío? Pero, acordaos que el paraíso cuesta sacrificios. íSí, sí! nos salvaremos por la gracia de Dios y su auxilio, que no faltan nunca, y con nuestra buena voluntad. -Deus omnes homines vult salvos fieri, 1 dice San Pablo. Entendéis este latín? Vult: Dios quiere. Y íDios no miente, Dios no se burla! Omnes: quiere salvar a todos... Por su parte no fallará. Procuremos no fallar nosotros. Oremos, porque la oración hecha con este fin, infaliblemente lo alcanza. Es de fe que conseguirá lo que pida. -Al oír ((**It2.157**)) una sola de estas palabras los jóvenes se sentían fuertemente animados a ser buenos y virtuosos para ganarse el cielo. Si alguno le preguntaba: -Y yo, me salvaré? - Respondía: íBonito estaría que tú fueras al infierno! íNo, no; quiero que estemos siempre juntos en el paraíso! Haz lo que esté de tu parte y confía en la misericordia de Dios, que es infinita. -Estad seguros de vuestra salvación si correspondéis a las gracias que Dios nos concede continuamente. Al que, por razón de sus pecados, manifestaba demasiado temor mezclado de desconfianza, respondíale: -Jesucristo murió por los pecadores: El mismo dijo que había venido a este mundo para sanar a los enfermos y salvar a las ovejas descarriadas. Con razón se llama a la Virgen refugium peccatorum (refugio de los pecadores). Así que hagamos lo que a nosotros toca, y recurramos a Ella, confiemos en Ella, y nos salvaremos, porque Ella es poderosa-. Exhortaba, pues, a confiar también en los méritos de esta buena Madre, y a recurrir con confianza a la intercesión de los santos. Con esta confiada esperanza se convertía en eficaz instrumento de la misericordia de Dios. Esperanza, misericordia y confesión eran sinónimos para él. Tenía gran fe en el sacramento de la penitencia, y lo recomendaba en toda ocasión, oportuna e importunadamente, con indecible insistencia. Hasta cuando trataba con personas respetables, dejaba insinuar hábilmente algún pensamiento que los invitase a poner en orden las cosas del alma. Era muy raro que, si hablaba varios días seguidos al mismo auditorio, no dedicara unas palabras para enseñar a confesarse bien e inculcar la frecuencia de la confesión. 1 A Timoteo, II, 4. (**Es2.128**))
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