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Esta viva confianza no sólo la abrigaba para
sí, sino también para sus jóvenes y para el
prójimo, al que sabía insinuársela admirablemente.
Nos repetía con frecuencia: -íQué alegría cuando
estemos todos en el paraíso! íSed buenos y no
tengáis miedo! Pues qué? Creéis acaso que el Señor
ha creado el paraíso para dejarlo vacío? Pero,
acordaos que el paraíso cuesta sacrificios. íSí,
sí! nos salvaremos por la gracia de Dios y su
auxilio, que no faltan nunca, y con nuestra buena
voluntad. -Deus omnes homines vult salvos fieri, 1
dice San Pablo. Entendéis este latín? Vult: Dios
quiere. Y íDios no miente, Dios no se burla!
Omnes: quiere salvar a todos... Por su parte no
fallará. Procuremos no fallar nosotros. Oremos,
porque la oración hecha con este fin,
infaliblemente lo alcanza. Es de fe que conseguirá
lo que pida. -Al oír ((**It2.157**)) una
sola de estas palabras los jóvenes se sentían
fuertemente animados a ser buenos y virtuosos para
ganarse el cielo.
Si alguno le preguntaba: -Y yo, me salvaré? -
Respondía: íBonito estaría que tú fueras al
infierno! íNo, no; quiero que estemos siempre
juntos en el paraíso! Haz lo que esté de tu parte
y confía en la misericordia de Dios, que es
infinita. -Estad seguros de vuestra salvación si
correspondéis a las gracias que Dios nos concede
continuamente.
Al que, por razón de sus pecados, manifestaba
demasiado temor mezclado de desconfianza,
respondíale: -Jesucristo murió por los pecadores:
El mismo dijo que había venido a este mundo para
sanar a los enfermos y salvar a las ovejas
descarriadas. Con razón se llama a la Virgen
refugium peccatorum (refugio de los pecadores).
Así que hagamos lo que a nosotros toca, y
recurramos a Ella, confiemos en Ella, y nos
salvaremos, porque Ella es poderosa-. Exhortaba,
pues, a confiar también en los méritos de esta
buena Madre, y a recurrir con confianza a la
intercesión de los santos.
Con esta confiada esperanza se convertía en
eficaz instrumento de la misericordia de Dios.
Esperanza, misericordia y confesión eran sinónimos
para él. Tenía gran fe en el sacramento de la
penitencia, y lo recomendaba en toda ocasión,
oportuna e importunadamente, con indecible
insistencia. Hasta cuando trataba con personas
respetables, dejaba insinuar hábilmente algún
pensamiento que los invitase a poner en orden las
cosas del alma. Era muy raro que, si hablaba
varios días seguidos al mismo auditorio, no
dedicara unas palabras para enseñar a confesarse
bien e inculcar la frecuencia de la confesión.
1 A Timoteo, II, 4.
(**Es2.128**))
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