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Cuando don Bosco vio aquel libro, sin decir
palabra, dirigió al buen párroco una de aquellas
sus miradas indefinibles, mezcla de compasión y de
amable burla que valían por toda una refutación y
ponían en apuro a su contrario. Veía don Bosco que
las sectas empezaban a poner en práctica
abiertamente las instrucciones dadas por sus jefes
en 1820. Don Cinzano contrariado le preguntó:
-Qué hay aquí de reprochable?
Era fácil la respuesta: Gioberti, al
convertirse teórica y prácticamente en
propagandista de La Joven Italia, no sólo de la
juventud civil y eclesiástica, sino hasta del
mismo ejército, había sido detenido y después
desterrado en 1834. Se refugió en Bruselas, donde
enseñaba filosofía en un colegio protestante.
Vestía de seglar: no celebraba misa, no rezaba el
Oficio Divino, no recibía los sacramentos, tenía
costumbres libres, por no decir libertinas. Todo
esto era más que suficiente para hacer sospechosa
su doctrina. Don Bosco, no obstante, tomó aquel
volumen en sus manos y escogiendo, de aquí y allá,
algunos párrafos le hizo ver cómo Gioberti, al
igual que todos los herejes, pretendía volver la
religión a sus principios y no sólo purificarla,
sino transformarla. Pero don Cinzano, que no
miraba así las cosas y juzgaba aquellos errores
sólo como deslices ocasionados por la vehemencia
del escritor, no se convencía. Varias otras veces
se volvieron a suscitar estas discusiones, que no
lograban ningún resultado, y el pobre párroco las
terminaba siempre amenazando a don Bosco en broma,
con ((**It2.146**)) una
frase que repitió más de una vez: -íDon Bosc! íDon
Bosc! ti't ses un sant baloss! (íDon Bosco! íDon
Bosco! íeres un santo pícaro!).
Sin embargo, esta diversidad de opiniones no
enturbió en nada la íntima y afectuosa amistad que
unía a los dos hombres de Dios. Más aún, en todo
lo demás se diría que don Cinzano seguía los
consejos de don Bosco, con la docilidad de un
niño. Lo prueba el siguiente hecho:
<(**Es2.120**))
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