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((**Es19.90**) a Jesucristo y a ((**It19.99**)) su Vicario en la tierra>>, renuevo a Vuestra Santidad en medio del entusiasmo de esta hora, tan esperada y tan felizmente iniciada, nuestro más exaltado, más vivo y más fervoroso agradecimiento. Cuando don Francisco Tomasetti acabó, dio a entender Su Santidad que quería hablar. El auditorio se dispuso a oír con atención. Durante unos minutos, de conmovida espera para todos, pareció que el Papa evocara en silencio y coordinara toda una serie de pensamientos. Después con voz serena, vibrante y, a veces temblorosa por la emoción, habló en estos términos: Hijos amadísimos, es la voz, la gran voz de los milagros, la voz de Dios, qui fecit mirabilia magna solus! Es la voz de Dios que baja al sepulcro, que muy bien podemos llamar glorioso -íy qué glorioso!- de su fiel siervo, para hacer cada vez mayores y más brillantes los resplandores de su gloria. Y es verdaderamente admirable -por decir lo primero que salta a la mente y al corazón- con qué delicadeza y, casi diría, con qué elegancia, sabe combinar las cosas la divina Bondad y preparar los acontecimientos. En efecto, el decreto de los milagros del Venerable Juan Bosco, de este gran devoto de San José, se debió publicar el día de la fiesta de este glorioso Patriarca, y cuando esta fiesta, por una feliz coincidencia de las cosas, es por fin un día festivo para todos, de un mismo modo y en un mismo sentido, con perfecta unión de mentes y de corazones. Nos parece que el mismo San José haya querido encargarse en cierto modo de contribuir a premiar así a este grande, grandísimo Siervo de María, su Castísima Esposa, a la que el Venerable Juan Bosco tributó siempre tan gran homenaje de piedad y de devoción, bajo el título especial de María Auxiliadora, inseparable ya de su nombre y de su obra y de sus innumerables ramificaciones por todas las partes del mundo. Y no menos hermosa, delicada y significativa resulta esta otra coincidencia de cosas que ha sido recordada tan oportunamente. Después de un suceso por el que hoy, y por mucho tiempo todavía, el mundo entero, lleno de alegría, da gracias con Nos al Señor, al día siguiente de este suceso resuena la proclamación de los milagros de don Bosco, de este verdaderamente fiel y sensato Siervo de la Iglesia de Cristo, y de esta Santa Sede Romana. Verdaderamente -como Nos lo pudimos oír de sus mismos labios- este acuerdo en tan deplorable discordia, era el primer cuidado de los pensamientos de su mente y de los afectos de su corazón, tal y como podía serlo en un Siervo verdaderamente sensato y fiel: no con el deseo de una conciliación cualquiera, como muchos habían ido fantaseando, embrollando y confundiendo las cosas, ((**It19.100**)) sino de tal modo que, ante todo, quedase asegurado el honor de Dios, el prestigio de la Iglesia y el bien de las almas. Decíamos que habíamos podido escuchar esto de sus propios labios, y también reconocemos en ello otra admirable disposición de Dios, otra de sus delicadísimas disposiciones. Han pasado ya cuarenta y seis años y nos parece ayer, nos parece hoy mismo, nos parece verlo todavía como entonces lo vimos y escuchamos, mientras pasábamos unos días en su compañía, viviendo bajo el mismo techo, sentándonos a la misma mesa y teniendo varias veces la fortuna de podernos entretener largo y tendido con él, pese a la indescriptible cantidad de sus ocupaciones; porque era ésta(**Es19.90**))
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