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No hubo una ciudad donde no se celebrasen los
funerales, con oraciones fúnebres por los más
celebrados oradores sagrados. En Talca, donde se
acababa de abrir una casa salesiana, hizo el
elogio del Siervo de Dios, el veintiséis de abril,
don José Barrios, fundador de una familia
religiosa para atender a la juventud chilena y
acabado de curarse de una enfermedad gracias a las
plegarias hechas a don Bosco y, como escribió un
periódico del país 2, parecía un santo alabando a
otro santo.
Por su solemnidad lleváronse la palma las
honras fúnebres de la capital; en Valparaíso no se
recordaban otras mayores. Don Ramón Jara desplegó
allí su extraordinaria oratoria 3. Había sido
huésped del Oratorio y había predicado en Roma
durante las fiestas de la consagración del Sagrado
Corazón. <<íOh, qué dulce resulta, exclamó en el
exordio, haber conocido a este venerable
sacerdote!>>. Después continuó con tono fogoso:
<<íAh, don Bosco, don Bosco! >>Por qué me
engañasteis en Turín y en Roma? >>Por qué eran
fuego vuestras palabras, rayos de luz vuestros
ojos y todo calor vuestras manos, cuando vuestra
vida estaba a punto de apagarse? >>Por qué me
halagabais diciéndome que seríamos siempre amigos,
si estabais escribiendo en secreto vuestra partida
de la tierra? >>Por qué me recomendasteis que, a m
i vuelta a la patria, ayudase a vuestros hijos y
hablase de vuestras
1 Carta al Inspector, 8 de febrero, publicada
con la Oración fúnebre (Buenos Aires-Almagro, Tip.
del colegio <>, 1888).
2 El Conservador, 27 de abril.
3 La oración fúnebre fue publicada a
continuación de la traducción española de la de
Ali-monda (Buenos Aires-Almagro, Tip. Sal.,
1888).(**Es19.35**))
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